La lengua puede ser el mismísimo castigo del
cuerpo, por muy cobarde que este sea. Escuchando los discursos de Año Nuevo de
varios hombres y mujeres del mundo, conversaba sobre asuntos del lenguaje con
mi tía Eloína y ella, quisquillosa e hiriente como suele ser, me comentaba que
desde hace algún tiempo se ha puesto de moda entre los jóvenes venezolanos la
palabra “charlero” (versión mejorada y postmoderna del clásico “charlatán”). La
utilizan los chamos y no tan chamos para referirse a aquellos hablantes que no
cesan de “hablar pepas” o que hablan “más que un radio prendío” (como se dice en
Trujillo) sin expresar absolutamente nada.
Y con “hablar pepas” se refieren al acto de pasarse
larguísimos períodos expresando carretillas interminables de vocablos orales o
escritos sin que se le vea el queso a la tostada de la realidad comunicativa.
Mucho verbo y poca o ninguna acción, cero resultado.
“¡Fulano es un charlero!” Exclama mi parienta cada vez que observa que algún hablante público de cualquier país declara a principios de año, por la tele por la radio o por la prensa escrita, haciendo sus promesas de Año Nuevo.
“¡Fulano es un charlero!” Exclama mi parienta cada vez que observa que algún hablante público de cualquier país declara a principios de año, por la tele por la radio o por la prensa escrita, haciendo sus promesas de Año Nuevo.
Y que conste que no considera mi tía que este sea
un asunto exclusivo de Venezuela. La cháchara charlera y chateante es
universal. Hasta en esos supuestos países idílicos en los que suele decirse que
la gente se suicida de tanto orden y pulcritud se cuecen habas lingüísticas de
esta naturaleza.
El paso siguiente a la clasificación de los
charleros es la categorización de alguien como “chaborro” (neologismo impuesto
por los hablantes jóvenes, que además puede significar “descuidado”, “mal
vestido”). Individuos o individuas que, con toda la rimbombancia propia de los
hablachentos incontenibles, recurren a vocablos como, por ejemplo,
“posicionarse” y “aperturar”, o a expresiones como “yo pienso de que…”, “los
consumidores se comportaron tímidamente este fin de año”, “No vendí nada, solo
reduje mis inventarios al mínimo” o “no habrá inflación sino ajuste de
precios”, cada vez que desean confundir a la audiencia que los escucha o lee
sus declaraciones. El primer impacto de esta clase de intentos comunicativos
generalmente es exitoso. “¡No lo entiendo, pero habla arrechísimo!”, suelen
expresar los escuchas inicialmente. No obstante, igual que con cualquier
actividad humana, la repetición sostenida de tales actos no hace más que
contribuir al desgaste de lo manifestado.
Es posible que al comienzo la audiencia piense que
se trata de un orador o una oradora “espectacular” (para recurrir a otro
término en boga), pero ese amor es como el de la verdolaga, lo arrojas a un
lado cuando ya se te pasa la emoción. Entonces la emisora o emisor de tales chácharas
se convertirá para los destinatarios en un verdadero hablante “pichache”, una persona
a quien los demás oyen con la seguridad de que no afirmará nada novedoso y de
que cualquier cosa que diga será auténtica “retórica pajística”. De manera que
una vez que en privado se les pregunte a los implicados si no piensan que la
discurseadera de Fulano o Fulana de Tal es una verdadera caravana de
pichacherías, no vacilarán en responder inmediatamente: “¡Total!”.
Porque utilizar adecuadamente los recursos del
lenguaje para nada significa que te esmeres en un rebuscamiento perenne de
citas, frases retorcidas o gastadas e incomprensibles expresiones. Es probable
que, siendo el hablante de mayor peso dentro de un grupo social, todos tus
acólitos (anónimos o conocidos) sean incapaces de hacerte notar los gazapos y
atajaperros lingüísticos en que incurres, porque momentáneamente la relación de
dependencia o la posición que ocupan dentro de tu tablero de ajedrez
comunicacional los obliga a permanecer silentes.
O sea, no replican absolutamente nada porque les
interesa cuidar lo que tienen. Callan porque se lo dicta la necesidad de
supervivencia y no porque de verdad crean que te la estás devorando con tus
trapisondas verbales. Todo oyente subordinado suele ser obediente y no
deliberante (Eloína dixit).
De allí que su rostro, su sonrisa “escondevergüenza”,
su presunta actitud conforme para tolerar las chapucerías, los obligue a
apretar muy bien los glúteos y a responderte recurrentemente con otra frase
calcada del inglés que sin duda está de moda, puesto que ya la utilizan hasta
los ministros, banqueros, profesores, comunicadores en general, empresarios y
hasta académicos: ¡Eso es correcto!
No obstante, la venganza lingüística tarda pero no
olvida. Es casi seguro que tus súbditos comunicacionales se atreverán a decir
públicamente que eres un hablante chocarrero y chocante una vez que por
cualquier motivo queden fuera del juego y salgan de tu radio de influencia.
Hombre, que también el estómago y el dinero condicionan las reacciones
verbales.
Moraleja: no hables demasiado cuando el silencio sea más
efectivo que tu verbo.
Referencia de la imagen: www.crieriohidalgo.com
1 comentario:
Desde NotiPoseso, aprovecho la charla para desearle que junto con su Ti@ Eloin@ tenga un venturo año 2007.
PD. ¿Ya compró sus alpargatas?
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