―¿Sabes para qué será esa cola de personas?
―No, pero igual hagámosla, por si acaso.
Mi inefable tia
Eloína ha sido siempre aficionada a seguir eso que los terconomistas llaman «el
pulso de la intrahistoria». O sea, tomar nota de los cambios (aparentemente imperceptibles,
pero reales) que día a día van incidiendo en nuestra cotidianidad y nos van
obligando a modificar hábitos, costumbres, actitudes. Historia pequeña, diaria,
rutinaria, en la que los de a pie somos
protagonistas.
Según ella, en
este tiempo en el que escasea hasta la lluvia, no nos hemos cerciorado pero andamos
inmersos en un eufemismo llamado por ella «el bar de la felicidad».
―¿Qué vaina es esa , Eloína? ―le pregunto ―. Y se despatilla de la risa al ripostarme que soy tan caído de la mata que no
me he percatado de que los venezolanos de hoy (junio de 2014) somos muy
diferentes a los de hace una década.
―Nos estamos
comportando como los borrachos de un bar ―me aclara―, somos felices en el
botiquín hasta que pedimos la cuenta.
Por ejemplo, nos
sentimos complacidos y sonreímos (para no llorar), al descubrir que hemos
agudizado hasta umbrales impredecibles el arte del escaneo visual a distancia.
Como los propios bolsas, nomás vemos a alguien caminando por la calle con unas ídem
en la mano y casi instintivamente nos volteamos a hacerle el correspondiente paneo,
a fin de verificar el contenido de lo
que cuelga de sus manos. Como si hiciéramos una veloz radiografía instantánea.
Muy buena puede estar la chica o el chico portador-a de las marusas, pero poco
nos interesa el cuerpo; nuestro objetivo fundamental ahora se focaliza en lo
que la persona lleva dentro de aquellos paquetes. Primero, para verificar qué
contienen; segundo, para husmear a qué supermercado pertenecen. La razón es muy
sencilla; precisamos de tal información para apurarnos a hacer la cola en el
sitio y proveernos de lo mismo.
Esa misma
actitud ha despertado nuestro neofanatismo por las filas. No hemos tenido
ninguna guerra que nos obligara a convertirnos en filófilos, como dice la
historia que ocurrió en algunos países europeos. Es la carencia, el permanente
vivir en un constante «NO HAY», lo que
nos ha obligado a estar conscientes de que ahora existen por lo menos cuatro o
cinco colas en nuestra diaria rutina. Aparte de que hemos tenido que aprender a determinar dónde vale la pena hacerlas y dónde no. Lo que no excluye que haya también otros que
se meten en cualquier fila que ven por la calle, sin importar si de verdad les
interesa. Son los que se incorporan a ellas «por si acaso». Tanto comienzan a
gustarnos que ahora hasta hacemos una hilera fuera de los establecimientos
antes de que abran sus puertas.
La situación ha traído consecuencias para nuestra
cultura culinaria. Ya no se come lo que se desea sino lo que se ha conseguido
para el día. El correo electrónico, el Tuíter y el wasap se han convertido en nuestros incuestionables aliados:
los vecinos que viven en condominios, por ejemplo, han creado unas verdaderas
redes sociales mediante las cuales el primero de los integrantes de la
comunidad que localiza algún producto en el supermercado más cercano se dispone
a informar al resto ―a la brevedad mínima y con el menor número posible de
caracteres―sobre tal descubrimiento:
vcns, arina n l uniKS, krrn krjo»
[Vecinos, hay harina en el UNICASA, ¡corran, carajo!]
[Vecinos, hay harina en el UNICASA, ¡corran, carajo!]
No menos hemos hecho dentro de las propias
familias. Ya nuestros hijos no nos mensajean para pedirnos la bendición o consultarnos cómo anda nuestro colesterol; el saludo filial más común de estos tiempos se limita
a informarnos que llegó el desodorante, el papel higiénico o el lavaplatos a la
perfumería tal:
papl y kf a ls 2c dnd l chino, msk mm!
[Papel, pollo y café a las doce donde el chino, ¡mosca mamá!]
[Papel, pollo y café a las doce donde el chino, ¡mosca mamá!]
Mi sardónica parienta suele comentar que para qué
tanto buscar papel sanitario si el que no come tampoco canta.
Ahora tenemos
además varias obligaciones financieras que jamás imaginamos antes: por ejemplo,
los chicos/chicas que hacen de
cajeros-as o envuelven las compras de supermercados
ya no están interesados en las pírricas propinas que les dábamos antes de que
se pusiera de moda el bar de la felicidad; celulares en mano, han devenido en centros de información desde
los cuales notifican a sus «suscriptores» acerca de la llegada de algún producto
al establecimiento para el cual trabajan. Y por ello, naturalmente, debemos
pagarles una mensualidad. De vaina no nos piden que los incluyamos en el Seguro
Social.
Sin decir nada de otras nuevas especialidades
laborales surgidas a partir de esta nueva realidad. Verbigracia, los «guardacolas»:
mediante otro nada módico pago, hacen por ti la cola en la caja mientras acudes a toda
velocidad a esculcar las rumas de alguna novedad que haya llegado al súper. Y
cuando decimos «novedad», no nos estamos refiriendo al jamón de bellota o las
alcaparras de la isla de Santorini; estamos hablando simplemente de leche, vulgar
líquido perlino alimenticio extraído de
las ubres de las vacas; estamos aludiendo a la pasta, al jabón de baño, a la crema dental, el aceite,
la carne, los pañales. Ni siquiera
condones hay para evitar la natalidad en estos tiempos en los que parece mejor
no practicar el sexo si no se quiere aumentar el número de bocas. Como en los
tiempos de mi infancia, las damas habrán de volver a los lavados vaginales con
tanino en polvo.
Los viejos
gestores, los intermediarios de las oficinas públicas, los buscapalancas
vinculados a organismos públicos y privados siguen existiendo, por supuesto,
pero son ya antigüallas frente a la nueva claque profesional generada por el
ejercicio del «derecho a la alimentación». Hacerle a alguien la segunda en el
abasto se ha convertido en nueva rutina ¡Qué
segunda! La segunda, la tercera, la cuarta y todas las que hagan falta con tal
de proveernos de algún producto de primera necesidad. Y eso sin añadir que,
aparte de comprar alimentos por estos irregulares y alcabalosos caminos de perversión,
ahora necesitas además contratar a algunas
personas para que te escolten y protejan mientras llegas a casa, como si
llevaras en las bolsas lingotes de oro o kilos de azafrán. Es decir, comer en
el bar de la felicidad ha pasado a costar más que un ojo para un tuerto.
En fin, no basta
con la inflación, que ya no es tal; más bien debe pasar a llamarse inflamación.
Todo se complementa en este tiempo
venezolano para que, cuando se consiguen, los productos valgan ahora cinco o diez veces más de lo que
costarían en situaciones normales, en países normales, donde la vida transcurra como debe ser. «Y pensar que hay
familiares nuestros ―dice Eloína―, parientes, amigos, colegas, que aun comiendo piedras imaginan que es lomito».
―¡Caramba
―cierra Eloína su queja―, si así es el bar la felicidad, ¿cómo será el botiquín
del sufrimiento?!».
@dudamelodica
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Ref. de la imagen: http://www.lahora.com.ec/home/goAnterior/Loja/2011-11-23
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1 comentario:
Así es, maestro, nos hemos convertido en un pobre país rico lleno de gente "creativa", obligada a subsistir a cualquier precio.
Como usted lo dice "comprar alimentos por estos irregulares y alcabalosos caminos de perversión" nos ha hecho pícaros, "coleros" y muy creativos para salvar la tremenda realidad.
Para mí esto es una pesadilla...este desbarajuste parece no tener fin y nos estamos convirtiendo en un "país de viejos" porque los muchachos se nos están yendo...
Un saludo.
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