Hace poco me comentaba un amigo-hermano sobre los
modos como se van modificando las invitaciones familiares a medida que va
transcurriendo esa entidad indetenible, implacable e inevitable que es el
tiempo. Con los años iniciales vienen las festividades familiares en las que
celebramos los nacimientos de nuestros hijos, sobrinos u otros chamines de la
parentela. Es la época en que la osadía de alguno de nuestros hermanos o amigos
nos conmina a violentar las estrictas normas de las clínicas u hospitales para
incitarnos a consumir “los meados” (como decimos en español venezolano, aunque
suene “fisno”) dentro de la habitación de la hermana o cuñada parturienta y
casi siempre con la reprobación de nuestros padres. Obviamente que la
materialización de esas felices primeras orinadas de los párvulos que van
llegando a la familia se consumen bajo la guía de algún duende etílico.
Después vendrán en sucesivos estadios los
bautismos, las primeras comuniones, los cumpleaños, los cierres de ciclos
escolares y, por supuesto los nuevos casamientos. Hasta el velorio. No digo
nada de las humildes o fastuosas celebraciones de quince años (según sea el
caso) porque me luce que ha pasado a ser un ritual en decadencia. Nomás cumplir
los quince, las chiquillas de ahora quieren ser “frontalmente grandes y
poderosas”. Ya no aspiran a reuniones familiares, ni a cruceros, ni a
“piyamadas” que les festejen los tres lustros.
Estupefacta, mi tía Eloína acaba de enterarse de que -desde
aquellas cuyas familias gozan de pocos recursos hasta las que han nacido con un
poco más de solvencia económica- las chicas quinceañeras de ahora piden como
obsequio a sus padres (o, en su defecto, a sus tíos, o a sus levantes maduros)
que les paguen esas curiosas (y a veces no poco arriesgadas) intervenciones
quirúrgicas en las que un matasanos se dedica a sacarles tejidos de algunas
partes para insertárselos en lugares menos favorecidos por la naturaleza,
cuando no es a incrustarles inmensas porciones de silicona que contribuyan a
agrandarles las glándulas mamarias. Ya comenzamos a hablar de la generación
silicona, como si nada estuviera ocurriendo ante la avalancha de damas
jóvenes cuyo gran objetivo en la vida es hacerse de unos inmensos y “jugosos”
melones. Vivimos tiempos de pechugonas ¡y también pechugones!
Si alguna vez los pechos fueron solo para
amamantar, le luce a mi parienta que su carácter utilitario se ha modificado
gracias a la cirugía moderna y ahora son más bien para desafiar o para perder
el equilibrio. Hay chicas cuyas dimensiones “tectónicas” han crecido tanto que
uno piensa que pueden irse de frente cuando descienden por una escalera o se
bajan de un autobús. Y por supuesto que a veces también hacen perder el
equilibrio a caballeros poco preparados y nada formados para afrontar la visión
descarnada de tales protuberancias. "Teutonas" las llama mi tocayo el
profesor Luis Loreto. Y no son precisamente alemanas.
Tiene razón el autor colombiano Gustavo Bolívar
Moreno, autor de la novela Sin tetas no hay paraíso (2006). Y no solo
paraíso, da la impresión de que, después de esa premonición, para las jóvenes
contemporáneas, sin tetas grandes no hay vida, no hay sabor; sin esas prominencias
artificiales a las que las señoras y señores de buen decir llaman “lolas”, no
hay absolutamente nada, apenas el vacío.
Pero, bueno, digamos que el personaje aludido en la
novela de Bolívar Moreno (que por cierto ha pasado a ser un éxito como
telenovela, como serie de televisión e incluso ha logrado ya diversas
traducciones), es una chica muy joven (Catalina), todavía casi en edad escolar,
que, acomplejada por la pequeñez de sus “órganos glandulosos y salientes” (como
las define el Diccionario de la RAE), cae en situaciones que la llevan incluso
a los predios del narcotráfico, con tal de conseguir el ingreso al éxito
constituido por unos respetables y enormes senos que le faciliten sumar algunos
cosenos.
Las aspiraciones de ser prostituta de alto calibre
de la humilde y pobretona Catalina, se desmoronan cuando Yésica, otra chica un
poquito mayor que ella y dedicada al oficio de reclutar “vírgenes” para
clientes poderosos, ante el argumento de que las tetas de otra de las chicas
(Paola) son de “caucho”, le espeta sin anestesia:
“-No importa, hermana, las de Paola pueden ser de
caucho, de madera o de piedra, pueden ser de mentiras, pero son más grandes, y
eso es lo que les importa a los “tales”, parce, ¡que las niñas tengan las tetas
grandes!”
Más contundente respuesta no podía haber. Barco grande, ande o no ande. Es la idea que Yésica le quiere
hacer ver a la pobre y esmirriada Catalina, con sus pequeños limoncitos
incapaces de despertar la lujuria de ningún “tal”.
Pase eso y celebremos la novela del colombiano,
pero a juzgar por lo que Eloína me ha venido comentando, ya la ambición de
emular a María Guevara no es solamente de las jovencitas quinceañeras.
Cansados estamos de ver señoras ya maduras,
entraditas en años que, además de los ya rutinarios afeites relativos a las
“líneas de expresión”, las correcciones de tabiques nasales, el recorte de las
llamadas quijadas de caballo, los amarres de la dentadura, el engrosamiento de
labios, el “redondeo” de nalgas, pues no han soportado la tentación de que los
pechos descomunales sean un privilegio de las jovenzuelas y, mire usted, que
también han pasado a alimentar las arcas de los cirujanos que a estos asuntos
se dedican y, nada, que también desean que sus trenes delanteros sean tan
visibles como pulposas pelotas de fútbol.
Asuntos de la vanidad humana. Nadie quiere ser feo
en estos tiempos. Ni tener nada pequeño o torcido. Y escribí “nada” a
propósito, pues supongo que hay más de un caballero de mi generación cuyo buzón
electrónico está repleto de mensajes que te ofrecen alargarte, repararte o
engrosarte hasta lo que es inalargable: desde los labios hasta el que te conté.
Ser normal, ser como llegamos al mundo, parece en
esta época un pecado capital. Todos y todas queremos ser biónicos. Nos acogota
el mismo complejo que a Catalina.
Acabo de verificarlo yo mismo con un importante y
celebrado amigo escritor. Luego de varios años sin vernos, nos encontramos por
casualidad en pleno centro de la ciudad. Entre el abrazo de saludo fraterno y
los usuales comentarios de estas situaciones (tu teléfono, mi teléfono, vamos a
vernos, a recuperar el tiempo perdido, bla, bla, bla…), yo miraba y no creía,
observaba sus pectorales de silicona y no daba fe a aquello, detallaba su
rostro de niño, mucho más rejuvenecido que la última vez que lo había visto
(hacía por lo menos diez años), sus labios regorditos, vibrantes y sus nalgas
pronunciadas, par de medias circunferencias correctas como pasadas por la mano
de un veterano escultor, el “negro azabache de su blonda cabellera”, cuando ya
las nieves del tiempo deberían haber más que plateado su sien…
No atinaba a saber qué había ocurrido con mi
colega, a quien ahora yo (que más bien estoy cada vez más encogido y arrugado
de lo que normalmente he sido) parecía llevarle por lo menos una década y
media. Estiradito, rozagante, sin sus viejos pliegues en el rostro, mi amigo
parecía salido de un experimento de la eterna juventud. Y nada, deduje lo obvio
y me sentí un poco idiota. Menos mal que por discreción no me atreví a
preguntar, solo lo pensé, cuando lo vi marcharse, aparentemente erecto,
orgulloso: “¡Este carajo se hizo latonería y pintura integral, le enderezaron y
agrandaron hasta la tapa del cóccix!
No obstante, cuando a lo lejos volví a mirarlo,
mientras él se proponía ingresar a las escaleras del metro, yo todavía
sorprendido con aquella estampa, noté que mientras intentaba poner el pie
derecho en el primer escalón, se iba un poco de lado, como si tuviera defectos
en un amortiguador. Hice otras dos deducciones: Una, que por mucho
refrescamiento que te hagas, la procesión sigue por dentro. Dos, que ya no sólo
sin tetas no hay paraíso. Ahora el paraíso es el cuerpo total, y sin distingos
de edad ni de sexo.
Referencia fotografía: Sheila Hershey, modelo brasileña, ostenta los senos más grandes del mundo; ha tenido problemas con sus operaciones. Ver: http://www.midesahogo.com/tag/libro-guinness/
5 comentarios:
Buen texto querido amigo. No te olvides de tus lectores que deseamos seguir disfrutando de tu escritura.
Un abrazo,
RICARDO GIL OTAIZA
Y ahora, apreciado tocayo, cuando hablan de una teutona, no es una alamana cualquiera.
Luis Loreto
Maestro, el tiempo deja cicatrices que ni los mejores "latoneros" pueden eliminar.
Me hizo reir la historia de su "refrescado" amigo... parece que faltó que le pusieran un poquito de aceite en las bisagras.
Un saludo.
jajajaja¡ Excelente reflexióm...ya estaba extrañando muchísimo tus escritos. Felicitaciones, amigo.
Ande o no ande, más nada. saludos.
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