Con absoluta claridad puedo rememorar el día que “me filtré” en una clase del profesor Manuel Bermúdez. Era en el aula 28 del tercer piso del viejo Instituto Pedagógico de Caracas. La puerta del salón estaba entreabierta, pero preferí ubicarme detrás de la pequeña ventanilla que permitía visualizar con cierto disimulo lo que adentro estuviera ocurriendo. Desde allí podía incluso escuchar las consonantes fuertemente articuladas de Manuel. Me permití además leer un poema escrito en el pizarrón, con letra nítida, muy legible, de trazos gruesos: la primera línea lo intitulaba, “Cazador”, y luego seguían los ocho versos que lo componían:
Cazador
¡Alto pinar!
Cuatro palomas por el aire van.
Cuatro palomas
vuelan y tornan.
Llevan heridas
sus cuatro sombras
¡Bajo pinar!
Cuatro palomas en la tierra están.
Cuatro palomas por el aire van.
Cuatro palomas
vuelan y tornan.
Llevan heridas
sus cuatro sombras
¡Bajo pinar!
Cuatro palomas en la tierra están.
Finalmente, más abajo, aparecían un poco a la derecha las iniciales del autor: FGL.
Más adelante supe que aludían a Federico García
Lorca, poeta de quien el mismo profesor, con voz sonorísima y articulación muy
marcada que dejaba correr el final de las consonantes recitaría después:
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Desde mi atalaya de “asomado”, la oralización de ambos textos y una curiosa gestualidad del docente, mientras explicaba, llamaron mi atención. Inmediatamente comprobé algunos "datos" que ya conocía de él por referencias. Decidí entonces abrir más la puerta, solicitar permiso, entrar y sentarme cual intruso en el primer pupitre que observé desocupado. Escuchar luego sus particulares acercamientos a la poesía y decidir quedarme allí extasiado fueron una sola y única cosa.
Después de ese día constaté que hay pálpitos a los
que debe atenderse cuando se presentan.
Bermúdez había sido para mí una leyenda nacida de
los comentarios de algunos de sus exalumnos. Dos años a trote lento y seguro
por las aulas del liceo Cristóbal Mendoza, de Trujillo, habían sido suficientes
para marcar a toda una generación de jóvenes que ya para esos días se
pavoneaban por las aulas de la Universidad Central de Venezuela y el Instituto
Pedagógico. Con ellos había compartido el profesor Bermúdez largas conversas no
exentas de lo “espirituoso” y de algunos de ellos había yo escuchado acerca de
la magia de su verbo legendario, directo, sin cortapisas ni eufemismos.
Ese mismo día de mi “intrusión”, quiso la suerte
que yo también llamara la atención del docente, al responder (sin que me
correspondiera) dos curiosas preguntas de esas con que solía sorprender a los
grupos que lo escuchaban.
Por alguna razón citó alguna otra estrofa
diferente, a guisa de ejemplo de algo que ya he olvidado, y preguntó cómo se
llamaba una figura retórica presente en uno de los versos. Al ver yo que nadie
respondía, con la actitud insegura propia del tímido (y además coleado), me
atreví a levantar la mano y a pronunciar vacilantemente, en tono casi
inaudible:
-A-pó-co-pe
El profesor me observó, abocinó y torció los labios de la manera tan particular como lo haría hasta siempre, moviendo hacia arriba y hacia abajo el índice de su mano derecha, me señaló como si me apuntara con un cañón en movimiento oscilante. Asintió con un leve “subibaja” de su cabeza. Y volvió a preguntar por la figura contraria, a lo que casi sin aliento también respondí:
El profesor me observó, abocinó y torció los labios de la manera tan particular como lo haría hasta siempre, moviendo hacia arriba y hacia abajo el índice de su mano derecha, me señaló como si me apuntara con un cañón en movimiento oscilante. Asintió con un leve “subibaja” de su cabeza. Y volvió a preguntar por la figura contraria, a lo que casi sin aliento también respondí:
-Aféresis
Pronunciando precisamente con una aféresis de la palabra “coño”, su comentario posterior sería contundente y definitivo, no tanto por lo que yo había respondido, sino por las risas que ocasionó en el grupo:
Pronunciando precisamente con una aféresis de la palabra “coño”, su comentario posterior sería contundente y definitivo, no tanto por lo que yo había respondido, sino por las risas que ocasionó en el grupo:
-¡…ñó!, este carajito va a ser
bueno…
Años más tarde, en alguna de las muchas
conversaciones que sostuviéramos, yo le confesaría que, más que conocimiento
procesado, mis respuestas habían obedecido a la afición de “crucigramero” que
yo había adquirido durante mi adolescencia, en mi labor como recepcionista
nocturno de un hotel del centro de Caracas. Pura memoria, repetición mecánica.
Allí, en las horas muertas, cuando no estaba leyendo a Marcial La Fuente
Estefanía o a Agatha Christie (a veces también a José Rafael Pocaterra),
gastaba mis ratos de ocio resolviendo libros completos de crucigramas o
intentando hacerlos yo mismo. Hasta el punto de que no me había sido difícil
memorizar las dos frases hechas de que me había valido para contestarle en
aquella ocasión, expresiones por lo demás infaltables en cualquier crucigrama
que se precie: “Apócope de santo” (respuesta automática: “san”), “Aféresis de
señor” ( “ño”/ “ñor”).
Obviamente, ante la expresión espontánea y graciosa
del docente, las carcajadas se repitieron en aquel salón de clases. Pero
también tiempo después pude expresarle a Manuel Bermúdez que estaba yo
agradecido por el hecho de que una circunstancia tan fortuita y azarosa como
aquella, me hubiera permitido entrar en “su reino”. Porque a partir de allí me
hice fanático de sus cursos de análisis literario y sus escritos. Asumí que uno
puede adoptar también a sus maestros, escoger a aquellas referencias que habrán
de marchar contigo por el mundo y convertirlos en modelos conductuales a emular.
Y ello me permitió hacerme adicto también a sus
modos tan particulares de mostrar las cosas más abstractas, principalmente a
partir de un discurso en el que solía mezclar todo tipo de referentes: desde
las alusiones recurrentes a escenas y escenarios de Apure, hasta algunos
atractivos pasajes de la literatura, pasando por la cotidianidad del lenguaje
del venezolano, sin olvidar una que otra anécdota referida a la vida de importantes
personajes históricos.
Hoy puedo reiterar orgulloso que Manuel Bermúdez fue MAESTRO (con todas las mayúsculas) y que permanecen en mi memoria sus recurrentes comentarios picantes, no pocas veces fuertes, inteligentes, sus libros, sus escritos en la prensa, sus charlas salpicadas de humor y picardía, los muchos vocablos inconfundibles de su léxico llanero-trujillano-universal.
Hoy puedo reiterar orgulloso que Manuel Bermúdez fue MAESTRO (con todas las mayúsculas) y que permanecen en mi memoria sus recurrentes comentarios picantes, no pocas veces fuertes, inteligentes, sus libros, sus escritos en la prensa, sus charlas salpicadas de humor y picardía, los muchos vocablos inconfundibles de su léxico llanero-trujillano-universal.
-Muchos
denuestan de las academias, pero en el fondo de su corazón lasss procuran.
-Soy
un perro rrrrealengo apureño.
-Mira,
carajito, ¿a quién tas apuntando con ese comentario?
De
mi admiración por él, supo Manuel antes
de ausentarse físicamente, el día 15 de diciembre de 2009. Pude decírselo en
varias ocasiones, e incluso por escrito, en algunas de mis dudas melódicas.
Afortunadamente, no tuve que esperar a que decidiera marchar de nuevo al cielo
de Perro Seco (el barrio pobre de San Fernando de Apure donde naciera un primero
de junio de 1930) para hacerle saber que seguirá conmigo por el resto de mi camino
profesional y personal.
No voy a abundar en los seis o siete libros que
Bermúdez publicó, quizás pocos para los abundosos en páginas insustanciales y
perecederas, pero, en su caso, suficientes para permanecer mucho más allá del
15 de diciembre de 2009. Cito como mero ejemplo, uno que habremos de recordar
por siempre: Enciclopedia rústica de personajes insignificantes de Apure
(Caracas: UPEL, 2005). En sus brevísimas e irónicas historias confluyen todos
los “Manueles” que conocí y con los que compartí: el docente culto y profundo
que, para no echárselas, se hacía el trujillano; el humorista incansable; el
conocedor cabal del idioma que nunca se avergonzó de ciertas frases “malsonantes”, cuando las consideró contextualmente ineludibles; el experto en semiología;
el dicharachero; el ser humano siempre bien intencionado y de lenguaje
transparente, cortante, sincero, ajeno a la hipocresía. Dejo para muestra un
breve botón textual que para cerrar esta duda en honor a Manuel he extraído del referido volumen (p. 53). Un
¿minicuento?, una ¿minicrónica? En
cualquier caso, un minitexto contundente e impecable:
LLÓVERA, LLOVERA Y
LLOVERÁ
Cuando a Vitoco le
presentaban a una persona él se identificaba con esas variantes prosódicas del
apellido. Y cuando sus amigos se lo criticaban simplemente respondía, porque
los apureños somos así. Nos gusta "echar cachos" y jugar con las
palabras. Somos cambiantes, como las velocidades de un carro. Yo veo a don
Chucho Hernández, que tiene bastante centavo, y meto la primera, o sea, trato
de hablar bien; pronuncio las eres (R) y las eses (S) como lo hace el maestro
Mayora O. Y aunque don Chucho no me corresponda bien, porque es tacaño hasta
con lo que dice, yo sigo emprimerado. Cuando hablo con Portalino González, que
es camionero, pero comerciante, meto la segunda y lo tuteo, y cuando converso
con Rosquillo que es músico como yo, o con Guerrita, que es mi maestro de
mecánica, meto la tercera y sigo rueda libre con la chola puesta.
El día que Vitoco
conoció a don Ángel Rosenblat, que andaba haciendo una investigación
lingüística sobre los indios taparitas, cuando le dio la mano le espetó:
Llóvera, Llovera y Lloverá. Y el filólogo, que conocía a los llaneros por el
tacto fonético, le preguntó: señor Llovera, ¿usted es agudo, grave o esdrújulo?
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Fotografía: Yanny Montilla (El Nacional, Caracas, 16-12-2009)
1 comentario:
Luis, la muerte siempre es lamentable, pero no sé por qué razón aquí los buenos se mueren en diciembre... Los buenos... Suspiros. En este país los buenos se están acabando.
Un gran abrazo, Luis.
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