Suelo recordar un pequeño cartel que un legendario
director del diario venezolano Últimas Noticias, con quien colaboré
algunos años, Nelson Luis Martínez, tenía en el lado derecho de su escritorio,
como para resolver las dudas de quien llegare a visitarlo y no supiera cómo
tratarlo:
“Ni Doctor ni Licenciado, simplemente Nelson Luis”.
Y lo repito cada vez que puedo porque la actitud de
aquel Señor (con mayúscula y sin ínfulas) que fue Nelson Luis contrastaba
notoriamente con las de otros señores/señoras (con minúscula y muchas ínfulas)
con quienes he mantenido vínculos a través del periodismo u otras actividades. No soportan
que se les llame por su nombre o que simplemente se les apele con el
tratamiento respetuoso de señor Fulano o señora Mengana.
O me llamas doctor, licenciado o maestro o no te
dirijas a mí –parecen decirte con la mirada fulminante y los labios retorcidos.
Y cada vez que me topo con alguno-a de esos sujetos
o sujetas que ansían un doctorado o una licenciatura delante de su nombre, no
tengo más remedio que evocar el siguiente diálogo parecido al que alguna vez
escuché en una película mexicana:
El funcionario llama a uno de sus colegas:
-Aquí estoy, dígame, doctor.
-Le digo doctor. Necesito que
me llame, licenciado, a…
-Lo
llamo licenciado. Y ahora usted dígame
para qué me llamó, maestro.
-Muy bien, le digo ¡Para qué me llamó maestro!
Tampoco dejo de lado los resquemores que despiertan
los verdaderos títulos de doctorado en quienes por cualquier razón no han
podido adquirirlos durante sus estadas en las universidades. Con respecto a
esto, no olvidaré jamás el modo como algunos acomplejadillos profesores del
Instituto Pedagógico de Caracas buscaban ironizar conmigo llamándome “doctorísimo”.
Obviamente, su ocio, la dejadez, el chisme
recurrente y la falta de disciplina les habían impedido avanzar en sus estudios
hasta el verdadero doctorado, como siempre he supuesto que debe hacerlo un docente
universitario. Como Eloína me ha enseñado que para una ironía, ironía y media,
pues mi dulce venganza ha sido llamarlos siempre por su título: licenciadísimo.
El colmo de tal actitud de esos “colegas” ha sido que, aunque tampoco hicieron mucho
para merecerlo (más allá de repetir las mismas clases de siempre), se han
pasado la vida esperando “humildemente” el honoris
causa que suponen les corresponde por “cesantía y antigüedad”. Solo ese día, si es
que llega, es decir, si ocurre el "milagro de alguna palanca amiga, pasarán al estatus de doctorejos (si acaso ocurre el milagro). Por supuesto, sin dejar de decir que muchos honoris causa son verdaderos actos de
justicia institucional.
A veces, en las interminables longanizas de tráfico
capitalinas, me detengo a escuchar algunos programas radiales de entrevistas en
ciertas emisoras, principalmente de Caracas. Y entonces capto que ya no son
solamente los títulos de doctor y licenciado los tratamientos anhelados por
alguna gente que piensa que “el título hace al monje”. También hay quienes, por
haber sido alguna vez embajadores, ministros, presidentes o parlamentarios,
suelen quedarse con tales títulos aun muchos años después de haber dejado el
cargo para el que alguna vez fueron designados o electos.
Algunos
conductores-as de programas de radio/televisión no dudan jamás en hablar de “el
embajador tal” (que ya no es embajador), la ministra equis (que alguna vez pasó
por un despacho ministerial, y ahora es ama de casa), el presidente cual (cuyo
lapso presidencial cesó hace ya bastante tiempo) o el diputado equis (que dejó
de serlo al pasar su partido político a menos).
¿Habrá que
aclararles que tales tratamientos no aluden a títulos permanentes sino a
cargos? Y, aunque también es cierto que no siempre el asunto proviene de los
aludidos, ellos nada hacen para que no se les trate con tales vocativos. Como
quien dice: se hacen los pánfilos.
Y con esto
de los títulos y titulados, es imposible no aludir a los abogados. Siendo los
profesionales supuestamente formados para velar por el cumplimiento estricto de
las leyes, parecieran comenzar a transgredirlas desde el mismo momento en que
reciben el título de A-BO-GA-DOS. Acabo de vivir la experiencia de un muy joven
“Licenciado en Derecho” (título obtenido en el extranjero, revalidado, según
él, en el país) quien casi a la fuerza exige que se le anteponga el “doctor”
antes de su nombre.
Tampoco olvido las veces en que algún abogado de la
universidad ha preguntado a alguno de mis colegas con verdadero título de doctor
(en Química, en Matemáticas, en Física o en Letras) cuál es su especialización:
“¿en qué rama del derecho trabaja usted, colega?”. Como si el ser “doctor”
fuera un privilegio exclusivo de los
abogados, que, de paso, no todos son doctores. Hay abogados que son solo
abogados. Y hay abogados con doctorado. Muy distinto. Algo similar ocurre con los médicos; no todos
han accedido al doctorado, aunque en ese caso la costumbre ha generado que se
les trate a todos como “doctores”. Sin dejar de mencionar a aquellas personas
que, a sabiendas de que alguna vez hemos obtenido algún doctorado aunque sea en
dominó, nos llaman para solicitar una consulta legal o el remedio para alguna
enfermedad.
Doctor no es sinónimo de profesional universitario.
No es una condición. No es un cargo ni público ni privado. El doctorado es un
título académico otorgado por una universidad. Y claro que hay abogados,
médicos, ingenieros, psicólogos, economistas y muchos otros profesionales que
en efecto son doctores debidamente titulados. Por lo general, justamente a
quienes poco les importa que se les apele con ese título por delante. Porque
cuando usted conmina y casi fuerza a otros a que le antepongan el doctor, el
ingeniero, el químico, el licenciado delante de su nombre de pila o su apellido, a
lo mejor alberga un viejo complejo social del que no se ha percatado. Es
posible que un buen manual de autoayuda contribuya a satisfacer su manía de
autocomplacencia.
La situación nos recuerda el chiste del limpiabotas
(bolero, lustrabotas, betunero, sacalustres) a quien acude un antropólogo
recién egresado:
-¿Se los
limpio, doctor?
-Sí, bien pulidos.
-¡Claro
que sí, doctor!
-Si te
apuras, mejor, tengo una cita de trabajo.
-Tranquilo, mi “dóctor”.
-Oye, ¿y
cómo sabes tú que soy doctor, si me acabo de graduar?
-¡Facilito, “dóctor”, en esta vaina todo el
mundo es doctor!
Este
asunto de los doctorados a diestra y siniestra parece guardar alguna relación
con el valor social que en algunas sociedades europeas han tenido y tienen los
títulos nobiliarios.
Sabemos que todavía hay países de ese
continente que viven bajo gobiernos encabezados por un rey o una reina. España,
Inglaterra, Bélgica… Y que la descendencia directa y colateral, la parentela y
algunos otros, claman por tener en su haber algo que certifique que son
“marqueses-as“, “condes-as”, “duques-as”, “infantes-as”, para no aludir a los
“principados”, “vizcondados”, “señoríos “ y “baronatos”. Y así hay que
llamarlos cuando te diriges a ellos.
En
nuestro caso tropical, habría que hacerlo con dos títulos sucesivos: “El doctor
y vizconde de Escuque”, “La doctora y duquesa de Achaguas”, “El doctor y
príncipe de los Puertos de Altagracia”. Para no decir nada de los casos en que,
en algunos mercados negros y no tan negros, hasta puedes comprar legalmente un
título de nobleza… y hasta un doctorado.
Así, nuestras estirpes criollas suplen la
carencia de tales denominaciones alcurniosas, asumiendo que todos los
universitarios somos integrantes de una “vasta casta”, la de los doctores. Casi
podría decirse que algunos sueñan con la posibilidad de ascender alguna vez y
pasar de la nobleza criolla de los doctorados a la pomposa nobleza europea de
los títulos nobiliarios (ojo: no tildarme de “resentido” por favor, soy sobrino
de una condesa, mi tía Eloína). No es extraño entonces que desde hace algún
tiempo la gente haya intuido ese oculto y ancestral deseo y, al menos en países
como Venezuela y Colombia, en estos días
se esté imponiendo otro tratamiento que nos acerca a la tan deseada sangre azul: “mi rey”, “mi
reina”, “mi príncipe” o “mi princesa”.
3 comentarios:
Tocayo:
Para ser doctor se necesita tener un título universitario y un buen cargo. Yo fui doctor en los años 68 y 69, cuando coordinaba un programa de la UNESCO. Reincidí entre el 85 y el 89, como Secretario de la USB. Afortunadamente hace ya mucho tiempo que he vuelto a lo que soy: un ingeniero con ansias docentes a quien le encanta que le digan profesor.
Para ser licenciado, sólo hace falta tener un buen cargo. Esto lo aprendí de mi hermano Julio, cuyo jefe en el Ministerio de Sanidad había obtenido su título en las cárceles de Pérez Jiménez.
Ojaláy todos los doctores fueran como usted: que sabe tanto pero se le hace tan sencillo enseñarlo, expresarlo, hacerse entender. Que afortunados nosotros que lo tenemos (para orgullo nacional y regional -por lo de maragochoo)
Recuerdo, con algo poco más de desagrado y humor una situación, en la que llegando a la oficina de mi jefa (Soy docente, mi jefa una "tipa mayorcita"), presenciar aquella escena. Una estudiante llega a la oficina buscando a mi jefa y le dice: - Hola. Muy buenos días, señora. Aquello pareció una versión moderna de "El Exorcista" giró la cabeza y posteriormente los ojos acompañaron el movimiento principa, y como si se tratase de una cosa que surge de la parte oscura del alma le contesta a la chica: - Estudiante, se me dice DOCTORA. La chica, sin más le dijo: Disculpe, no sabía que usted no era señora y que llamarla así la estaba ofendiendo. La "estudiante" se retiró de la oficina de la "Doctora". Saludos, Profe.
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