No son pocas las veces que mi tía Eloína y yo hemos
aludido a la repetición periódica de un ya longevo y recurrente “lamento
borincano” que ha caracterizado a la literatura venezolana desde los inicios. Una buena parte
de nuestros narradores, poetas, ensayistas y críticos se han pasado la vida (y
la escritura) percibiendo y/o divulgando las quejas y llantos apagados pero
punzantes sobre la otra mala parte. Parafraseando
y deformando un título del poeta español Miguel Hernández, en nuestra historia
literaria el llanto acerca de la “invisibilidad” de la narrativa local ha sido
un verdadero “rollo que no cesa”. Y el afinque es con la novela y el cuento, en
tanto el ensayo y la poesía han sido apreciados con mayor benevolencia.
Hemos sido entonces un país de quejosos
impenitentes, curiosamente apenas conocidos (que no reconocidos) en el espacio
latinoamericano porque algunos de nuestros historiadores, analistas, críticos y
profesores de literatura se han empeñado en mostrar aquello que no somos. Extraña
manera de presentarse ante el mundo pero así ha sido. Como en muchos otros
aspectos de la vida nacional, hemos asumido el hábito de autodefinirnos resaltando
nuestras carencias. Creo que fue José
Balza quien alguna vez habló sobre ese proceso en general y lo describió con una
magnífica metáfora: “la literatura de la Atlántida”, hundida por su propios
cultores en lo más profundo de los océanos, invisible en la superficie. Por
supuesto, de vez en cuando algunos de los detractores se postulan ellos mismos como
el mesiánico Aquaman que ha llegado listo para sacarnos del
marasmo. Llamémoslo individualismo egoletrado para catalogarlo de alguna
manera. Como quien dice: me rodea todo lo negativo pero soy yo la flor que dará
frutos y cambiará esa situación.
Tal vez sea, precisamente eso, lo primero que
deberíamos haber asimilado ante tanta negatividad: que una literatura fuerte,
sólida, visible, se construye solamente a partir de un colectivo. No de
individualidades.
En ese maremágnum de despojos y antojos, para el
resto del universo hemos devenido en un espacio latinoamericano sin aparente
rostro literario propio. Una de las principales razones aducidas ha sido que
nuestro proceso interno es débil y muy limitado a lo nacional.
Somos muy “locales", se dice. Tenemos pavor a lo
“universal", se agrega. No somos suizos, ni suecos, ni mexicanos, simplemente
venezolanos. Presuntamente, no escribimos para el mundo, sino para nosotros
mismos. Un poco más ampliamente, antes he tratado ese tema en mi libro La negación del rostro (Caracas, Monte
Ávila, 2005). De modo que solo lo asomo aquí como asunto introductorio y hasta
allí lo dejo, precisamente para evitar nuevos lloriqueos y reprimendas.
Sin embargo, hay que decir también que en estos momentos de convulsión política y social, no nos alcanza el tiempo ni siquiera
para leer toda la narrativa escrita por venezolanos que se ha venido publicando
en el país y fuera de él. Pero como cualquier cosa que digas será utilizada en
tu contra, aparecen de nuevo los agoreros con la máxima y definitiva conseja:
“cantidad no es calidad”. Siempre habrá una excusa interesada para llamarnos
“chimbos”.
No obstante, como que soplan en estos días buenos y
mejores aires para nuestra novelística y cuentística. Sin extenderme, a manera
de pequeños ejemplos quiero recordar
algunos indicios en esta duda melódica.
Sin ser determinista ni numerólogo, podría decir
que se inició una aureola positiva en torno de los años 2005-2006. Y no ha
cesado hasta hoy. Daré muestras de algunos de sus chispazos.
Dos de nuestros más importantes y casi relegados
narradores han sido distinguidos hace poco con el Premio Nacional de
Literatura: Renato Rodríguez y Francisco Massiani.
Aunque algo tardío, porque lo merecía desde hace
mucho tiempo, el Premio Nacional de Literatura (2005) para Renato Rodríguez fue
el reconocimiento a una silenciosa labor de escritura absolutamente ajena a
cualquier pretensión de gloria ni búsqueda de notoriedad. Lo he dicho en otras
ocasiones, Rodríguez fue el topo de nuestra narrativa, autor silencioso (y
silenciado) de una obra legible en cualquier espacio latinoamericano: plena de
un humor y sarcasmo que ya quisieran para sí muchos otros escritores. Vale la
pena releer y reeditar en estos tiempos su obra, de la cual recomiendo
especialmente las novelas Al sur del Equanil
(1963), El bonche (1976), ¡Viva la pasta! O las enseñanzas de Don
Giuseppe (1984) y La noche escuece
(1985).
La primera vez que puse a circular esta duda,
Renato todavía estaba entre nosotros. Se marchó del mundo físico en 2011 y,
para los incrédulos, nos dejó estas palabras memorables: "Uno tiene que saber cuándo hacer mutis. El actor que sigue
hablando después que le toca hacer mutis, mete la pata. Entonces yo no me voy a
poner a fabricar obras para mantener un prestigio de escritor".
El Premio Nacional de
Literatura a Francisco Massiani es más reciente (2012). No tengo dudas de que
Massiani es de la misma estirpe de Rodríguez. Me lo ha confirmado mi tía Eloína, su más ferviente lectora. Suelo incluso
ubicar a ambos en el mismo grupo de José Rafael Pocaterra: los une la libertad
para ejercer el sarcasmo, el modo como se burlan de la “culta literatura”, la
manera de abordar el humor y el carácter autoficcional, ameno y muy reflexivo de
muchas de sus obras.
De Massiani supe la primera vez, mientras
terminaba mi bachillerato, a través de su novela axiomática Piedra de Mar (1968). Más adelante conocí
de él un libro de cuentos que, debido a la osadía y novedad, descolocó a mi
parienta (El llanero solitario tiene la
cabeza pelada como un cepillo de dientes, 1975) y la adhirió
definitivamente a su pléyade de fans de todas las edades. Y aquí hay que agregar algo: debido al éxito de Piedra de mar entre los jóvenes lectores
de educación media, se ha querido catalogar a Massiani como escritor de textos
para adolescentes. Y no lo es sencillamente porque si logró convencer a esa
población de su contundencia literaria, es obvio que lo lograría con cualquier
otro tipo de lector (de cualquier edad, sexo, nivel social y etcétera). En esto
me luce que se ha confundido “escribir sobre adolescentes” con “escribir para
adolescentes”. Muy distinto. Y si no que se me diga si el cuento Un regalo para Julia (cuyo personaje
central es precisamente un joven estudiante) no es digno de cualquier antología
del cuento universal. De sus libros más recientes, me quedo con Florencio y los pajaritos de Angelina, su
mujer (2006).
Debo decir además que la
obra de este venezolano universal que es
Massiani ha sido sin saberlo él y sin que lo haya buscado, guía literaria de
una generación de nuevos escritores venezolanos, principalmente surgidos a
inicios de este siglo XXI. Son varios y no podría yo referirlos a todos, pero
me permito recordar cinco nombres con cuya obra también me identifico y en los
que veo señas particulares de los nuevos y buenos aires: Fedosy Santaella,
Roberto Echeto, Héctor Torres, Enza García Arreaza y Rodrigo Blanco Calderón. Justamente
a este último se debe un magnífico cuento homenaje al Massiani escritor: los gol(p)es de la vida (con el que su
autor resultó ganador del Concurso de Cuentos del diario El Nacional, 2006). Precisamente, en directa consonancia con la
obra de Massiani, un cuento revelador de la fortaleza que ha venido adquiriendo
la narrativa nacional, con muchos de los ingredientes a que (a mi inmodesto
juicio) debe aspirar toda buena literatura: amenidad, humor, cinismo, reflexión
sobre la escritura, libertad discursiva y desguace consciente del idioma.
Continúo con los indicios para agregar que no sé si
pueda afirmarse que el Premio Herralde otorgado a Alberto Barrera Tyszka en el
año 2006 fuera la señal de que estábamos comenzando a abandonar la cojera opinática
y la llorantina. Si no lo hubiere sido, digamos que al menos permitió que
comenzáramos a mirarnos de otra manera menos cruel, más razonable. En todo
caso, abrió un poco más la pequeña ventana hacia el mundo editorial extranjero
para que se viera uno más de nuestros autores. Podría habernos sorprendido tal
vez el reconocimiento de un autor local fuera de nuestras fronteras, mas no su
dedicación y compromiso con la narrativa.
Dejando
aparte el premio otorgado a Rómulo Gallegos en España, 1929 (por Doña Bárbara), y también el periplo de
la literatura para niños y jóvenes, al menos con las características de este
galardón no habían ocurrido hechos similares desde los ya lejanos años setenta
y ochenta. En los setenta, recordamos todavía el impacto generado por la
premiación en Cuba de Luis Britto García por un impecable compendio de narraciones
breves, Rajatabla (Casa de las
Américas, 1970). Y en los ochenta, también las miradas de dos jurados
foráneos se posaron sobre la escritura
desbocada, desenfadada, única en su estilo, de ese portento de palabras que fue
Denzil Romero (La tragedia del
generalísimo, premio Casa de las Américas, 1983, La esposa del doctor Thorne, Premio La sonrisa vertical, 1988).
Como se ve, han venido ocurriendo cosas, pequeñas
cosas, es verdad, pero allí han estado y, entre un juicio negativo y otro, casi
nos hemos negado a verlas como guiños importantes.
Y ya entrado el siglo XXI, mientras muchos pensaban
que de algún modo se había dedicado exclusivamente a la escritura para la
televisión, Barrera Tyszka dejaba reposar y macerar lo que continuaba haciendo
en la novela y el cuento. Cómo no decirlo: el reconocimiento que se le hizo fue
sencillamente una recompensa a la perseverancia, a su callada actitud de
permanente trabajo, sin alharacas ni artificiales poses divescas, sobre todo,
en un país que cada vez que puede -y por razones ya casi genéticas- desprecia
su propia literatura. Este nuevo premio para nuestra narrativa, además nos recordó
en su momento los tiempos fulgurantes en que Adriano González León, también en España,
logró el Seix Barral con su ya clásica
novela País portátil (1968).
Este tipo de reconocimientos seguramente comenzaron a facilitar en cada
ocasión una vuelta de mirada de la crítica internacional hacia nuestro pequeño
territorio literario, mirada que debería estar despojada de los roces y
cercanía de las percepciones y aberraciones locales, no pocas veces suspicaces
y perspicaces, como suele ocurrir en todos los países.
En narrativa, Barrera Tyszka, que no es pariente como
yo de mi tía Eloína, pero sí muy admirado por ella, había publicado previamente
un magnífico libro de minicuentos (Edición
de lujo, Caracas, 1990) y -hay que repetirlo sin complejos- digno integrante de la prosapia y maestría que
en este renglón ocupan los textos de Augusto Monterroso y Juan José Arreola.
También había publicado antes otra interesante novela (También el corazón es un descuido, Plaza y Janés, México, 2001). Y
después de eso, no solamente se ha ganado la afición de miles de lectores de la
prensa, con una columna semanal en la que también demuestra su pleno dominio de
la escritura de la crónica, sino que ha agregado otros dos atractivos volúmenes
a su bibliografía: un libro de relatos “duros de matar”, cuyo eje estructurador
es la violencia, manifiesta de diversas formas (Crímenes, 2009) y una
tercera novela, Rating (2011), en la
que se sumerge en unos vericuetos que muy bien conoce desde dentro: las
telenovelas, lo perverso, lo superficial y
lo implacable que las caracteriza.
Sumemos a esto que ese mismo año 2006 dos
reconocidos periodistas y narradores ganaron sendos importantes certámenes
nacionales de novela, que también rinden tributo a los epónimos que les dan
nombre: Salvador Garmendia y Adriano González León. Respectivamente fueron Eloy
Yagüe (con su novela Cuando amas debes
partir) y Héctor Bujanda (con la obra La
última vez), ambas coincidencialmente ambientadas en acontecimientos de
nuestra más reciente historia política: una alude a los hechos del “Caracazo”
(1989) y la otra se vincula con el intento de golpe de 1992 por parte del actual presidente. La
primera fue publicada por Planeta, la segunda por Norma. Aparte de varios
libros de cuentos, de Yagüe ya teníamos dos “pitazos” previos: el premio Juan
Rulfo (1998) al mejor relato policial con el cuento la inconveniencia de servir a dos patronos y una novela anterior,
protagonizada por el mismo personaje de Cuando
amas…, Fernando Castelmar, y de título revelador para nuestros tiempos: Las alfombras gastadas del gran hotel
Venezuela (1999).
Otras obras que habremos de revisar, publicadas
alrededor de esos años, y deslastrándonos de los prejuicios, son las novelas Corrector de estilo (Milton Quero
Arévalo, 2005), Crónica Caribana
(Mercedes Franco, 2005), Los cristales de
la noche (Carlos Noguera, 2005), La
dama del segundo piso (Cristina Policastro, 2006), No habrá final (Roberto Echeto, Alfadil, 2006), La balada del bajista (Judit Gerendas, 2006)
y Latidos
de Caracas (Gisela Kozak Rovero, 2007), entre otras.
Y no podría dejar fuera dos antologías de
excepción: La primera recoge a un grupo de escritores y escritoras que se
estrenan con el mejor de los augurios en el oficio narrativo: Narrativa venezolana de la urbe para el orbe
(Ana Teresa Torres y Héctor Torres, compiladores, 2006); la otra es la
imponente selección de veinte escritores nacidos en la década del sesenta,
compilada por Antonio López Ortega: Las
voces secretas. El nuevo cuento
venezolano (2006). Esta última fue tan notoria que ocupó un interesante
espacio de polémica en los medios digitales por un buen tiempo. Y en literatura
eso indica mucho.
Lo que ha venido después ha sido tan abundoso e
interesante que serían necesarias varias dudas melódicas para referirlo. Pero, entre
nuevos y no tan nuevos, por favor mucha atención a los nombres de Rubi Guerra, Juan Carlos Méndez Guédez, Eduardo Sánchez
Rugeles, Carolina Lozada, Norberto José Olivar, Gustavo Valle, Miguel Hidalgo
Prince, Carlos Ávila, Keyla Vall, Gabriel Payares, Mario Morenza, Salvador Fleján,
Roberto Martínez Bachrich, Jorge Gómez Jiménez, Adriana Villanueva, Miguel Gómez
y Sonia Chocrón. Van a echar vainas y no de las que los peninsulares llaman judías y los colombianos habichuelas, sino productivas vainas literarias; vienen por sus fueros, son algunos de los
herederos, aunque ellos mismos no sepan todavía
qué han heredado, como en esos mensajes de correo electrónico que recibimos con
frecuencia, en los que nos indican que fuimos los beneficiarios de una fabulosa
herencia en Tucusiapón.
Pues indicios existen y ya no son pocos. Si no
deseamos verlos, eso es otro tema.
Nota del autor: Duda actualizada en octubre de 2012