martes, septiembre 18, 2018

SOLEDAD COLECTIVA




El poema Soledades (1613) del poeta español Luis de Góngora tiene como personaje principal a un náufrago que ha sido rescatado por unos criadores de cabras. Y, aunque él no lo haya hecho explícito, no hay situación de solitud más conmovedora que el naufragio. Estar en medio del mar y saber que el infinito te rodea por todas partes debe ser pavoroso.  Gabriel García Márquez nos dejó testimonios más que evidentes de cómo el aislamiento (voluntario o no) puede incidir en la vida interior de las personas. Tres obras suyas aluden directamente a este tema: Relato de un náufrago (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y, naturalmente, Cien años de soledad (1967). Un ya clásico bolero, de autoría atribuida al argentino Palito Ortega e inmortalizado por el cantante cubano Rolando La Serie, se titula precisamente Hola Soledad. Sus versos iniciales son de antología: "Hola Soledad / no me extraña tu presencia/ casi siempre estás conmigo / te saluda un viejo amigo / este encuentro es uno más".

Mi tía Eloína conoce de esto porque ella misma es en realidad una solitaria empedernida. Desde joven lo ha sido de modo voluntario, pero, además, la padece ahora por doblete, debido a que  todos sus familiares, jóvenes y no tan jóvenes, se han ido del país. Vive la triste realidad que ya es un lugar común entre nosotros: quienes han podido  concentrar su vida pasada, presente y futura en dos maletas no lo han dudado; mas los que por alguna razón no pueden optar a esa salida, han comenzado a vivir en un país en el que cada individuo se está convirtiendo en una isla. Pero hay más: aparte de esa particular situación sociopolítica, que seguramente alguna vez superaremos, ya que nada es eterno, vivir encriptados dentro de sí mismos parece la opción de quienes, a veces embelesados por la novelería, han reducido su existencia a la dependencia de las llamadas "nuevas tecnologías.  Mi parienta está convencida de que, por ejemplo, los teléfonos inteligentes a veces embrutecen a sus portadores.

Y es que, sin duda, la soledad es realmente un problema del mundo actual. Lo único que parece motivar a muchos es estar  (des)conectados. Ya son clásicas las escenas en las que grupos de amigos que se han citado en un café están  más pendientes del cliqueo sobre la pequeña pantalla que de aquellos a quienes  tienen enfrente y con los que supuestamente están "compartiendo". Vas en el metro o en autobús y son pocos los pasajeros  a quienes  te puedes dar el lujo de preguntarles algo; los que no van embobados con el tuiteo o el "guasapeo" llevan las orejas taponadas con  audífonos, estrategia mediante la cual, obviamente, buscan vivir separados del resto. Contradictoriamente, andan en medio del colectivo pero escondidos, una nueva modalidad a la que podríamos llamar  "polizones cibernéticos". 

Una reciente campaña realizada en el Reino Unido dio como resultado que el 56 % de los adultos de esa región confesó sentirse "más solos que la una".  El rollo de estar con mucha gente y tener la sensación de que realmente no andan contigo es tan complejo que, incluso, en dicha campaña se detectó también que muchos británicos se escapan de su trabajo y solicitan alguna cita médica para poder conversar al menos con su matasanos particular. Esto ha llevado a la señora Teresa May a crear un Ministerio de la Soledad.  Cómo será de peliagudo este asunto que hasta los hijos de la Gran Bretaña se sienten solos. De modo que ya los habitantes de la otrora "fiera Albión"  intentan resolver este asunto por la vía gubernamental. Tienen ahora una ministra que, imaginamos,  apoyará alguna legislación que busque imponer multas a todo aquel que de alguna manera estimule estados de aislamiento, venda equipos que los propicien o aúpe reuniones en las que cada quien ande por su lado. Lo malo de todo es que, muy acorde con la labor de su ministerio, también la han dejado  sola.
Nadie parece escucharte si  entras, por ejemplo, a  un ascensor con mucha gente  e intentas saludar. Al parecer, en este tiempo, la cortesía es más un insulto que una virtud. A veces, cuando ocurren estas cosas, siempre recuerdo una anécdota de Eloína relacionada con esto de sentir que, aún formando parte de una aglomeración, estás íngrimo en algún lugar.

El escenario fue una reunión de los integrantes del condominio en el que convive. De acuerdo con la hora fijada en la convocatoria, ella llegó algo retardada  y ya la sala escogida para el evento estaba repleta; casi todos los convocados habían hecho acto de presencia. La mayoría de ellos picoteaba con el índice las pantallas de sus teléfonos, como si fueran gallinas escarbando. Entró  corriendo; se sentó en la única silla disponible, en medio del salón,  e intentó una gentileza con la que buscaba liberarse de culpa: "buenas noches, vecinos, ofrezco excusas por llegar tarde".  No obstante, fue como no decirlo; ni un solo concurrente se molestó en responderle. Estaban todos sentados allí pero ausentes, absortos en su soledad compartida.  Enojada ante la carencia de urbanidad del colectivo, mi parienta decidió que, quisieran o no, les haría notar que ella sí estaba allí y que se sentía agraviada ante la indiferencia con que habían recibido su saludo. Ahora sí, todos levantaron el rostro y pusieron cara de asustados, al escucharla gritar con mucha contundencia:

                —¡Llegué tarde porque tengo diarrea y unas flatulencias intolerables hasta para mi propia nariz. Como supuestamente estoy sola porque nadie contestó, a lo mejor se me escapa una!
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