Los que saben de asuntos del
discurso y del lenguaje suelen afirmar que la lengua puede ser el castigo de
cualquier cuerpo cobarde. No basta con ser hablante de un idioma para suponer
que podemos hacer con él lo que nos venga en gana. La lengua pide respeto y los
usuarios no debemos abusar de sus bondades.
Esto viene al caso cuando se nos
ocurre analizar las formas de expresión de algunos de nuestros impúdicos y
cotidianos hablantes públicos: personas con altos cargos nacionales o
regionales y profesionales de la comunicación que casi a diario deben dirigirse
por escrito u oralmente a millones de destinatarios.
Con la misma lengua que hablamos podremos ser medidos y juzgados.
Quienes nos escuchan o leen nos evalúan
por nuestras palabras. Y para imponer vocablos o promover cambios lingüísticos
no todos somos monedita de oro. Hay quienes incluso convierten sus supuestos chistes
lingüísticos en selficaricaturas —valga la palabra—. Ni siquiera basta creernos
que estamos diciendo la verdad para que los otros nos crean.
En fin, hay personas que —por
mucho esfuerzo que hagan— no logran pegar una palabra ni con cola. Pueden pasar
largas horas chachareando y ni siquiera sus correligionarios se atreven a dar
fe de lo que expresan. Parece faltarles ese ángel que tienen los hablantes
carismáticos, esa misteriosa cualidad que envuelve a algunos elegidos en el momento de
comunicarse con los otros. No son
capaces de impactar a nadie con lo que dicen. Viven exiliados de la lengua que
hablan. Son discapacitados verbales. Uno
se los imagina solitarios, por las noches, tristes, cariacontecidos, frustrados
y tan mal encarados que si la dama o el caballero que hace las funciones de
cónyuge les critica algo de lo que han balbuceado en el día la o lo envían de
inmediato al mismo carajo. Gruñen.
Pueden circunstancialmente tener todos los recursos a su alcance. Es posible
que gocen de diversas vías posibles de comunicación (eso que llaman
los medios). Pero nada. No logran seducir a nadie y más bien terminan haciendo mojigaterías
verbales de las que los oyentes o lectores se ríen, pero por lo ridículas y
fuera de lugar que resultan. Hace falta
mucha madurez cognitiva para ser un hablante competente y creíble.
A lo mejor tienen a su servicio
asesores lingüísticos vergatarios. No obstante, si les falta la chispa necesaria para lograr
impactar a los otros, todo lo que digan se pierde en el vacío. O sea, no te
vistas que no vas. El que nació para triste ni que lo fajen chiquito y árbol
que nace torcido nunca su verbo endereza. Por mucha Hablarina con que los hayan
amamantado sus supuestos ductores, no dan pie con bola. Son misterios del
lenguaje y esos pobretones y desangelados seres están condenados a que sus
palabras se conviertan en espumas viajeras. Por mucho esfuerzo que hagan y por
más que griten o intenten decirlo cantando, bailando, rappeando o regatoneando, no producen ni frío
ni calor. Son eunucos lingüísticos: paletos que a lo mejor hablan y escriben porque tienen
cuerdas vocales pero han sido castrados para la comunicación efectiva.
@dudamelodica
Originalmente publicado en www.contrapunto.com (1-3-2015). Se reporudce aquí con permiso del editor.
Imagen agregada por el editor.
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