Hoy estamos acudiendo al concreto rito bautismal de la más
reciente obra del escritor Febricio Persa. La librería se llama El Gusano de Luz.
No sabemos si por alusión a un cuento de don Julio Garmendia o por algún otro mágico
motivo. El presentador de esta ocasión es un reputadísimo colega y amigo del
autor. Se llama Amenodoro Cují, celebrado padre de la novela de moda Bienvenidos
los incas, malvenidos los incapaces.
Cují ha llegado ataviado a
la usanza de los campesinos andinos: chamarra de cuero marrón manchada por el
(ab)uso, sombrero alón con pluma de ganso en su lado derecho, pantalón negro
con notorio desgaste en la tela que cubre el trasero, y sandalias de pescador. Es la estampa
habitual de su vestimenta en eventos como este. De modo que nadie se quede sin
notar su presencia, su fuste de escritor salido de las entrañas mismas del
monte. Se trata de un particular narrador cuya complicada escritura le ha
generado a través de la prensa la frase calificativa de «vanguardista
siempre en guardia».
Críticos y lectores han celebrado desde siempre su escritura
críptica y oscura, aunque pocos la entienden.
Solo Febricio Persa sabe quién es realmente el autor del libro
que hoy será sometido al ritual consagratorio y que él ha plagiado y
publicado como suyo, aunque —como lo
acostumbra desde hace varios años— con un nombre ficticio, lo que se llama un
heterónimo. Seudónimo le dicen los que quieren evitar confusiones.
No resistió Persa la tentación.
Y plagió.
Una vez más se ha propuesto probar que vive en un país donde pocos
conocen lo que se ha publicado en el pasado y en el que un buen estafador de
las letras puede asumirse como heterónimo y ofrecer con su nombre lo que otro
ya publicó antes. «Total —se dice para sí mismo— eso se llama “filosofía
errebecé”». R. B. C.
Inevitable que tal acción le recuerde el nombre de Rafael
Bolívar Coronado. Ya explicaremos más adelante la causal de esa obsesión.
Similar ha sido, precisamente, el seudónimo escogido para esta
ocasión. La novela Partida de
yacimiento, motivo del
ceremonial de esta noche, aparece
firmada acronímicamente por Efebepé, uno
de los nombres de guerra de Febricio Persa.
Persa llegó hace bastante rato, pero, antes de ingresar a la
librería, entre saludos y halagos, se ha distraído con algunos asistentes
al evento, quienes lo saludan efusivamente en el pasillo.
Abrazo, gracias.
Apretón de mano, más gracias.
Beso en la mejilla, muchas gracias.
Reverencia de cabeza, muchas más gracias.
Ya
se murmura que su obra será la gran favorita para la próxima edición del premio
internacional que auspicia el Estado. Nuevamente, se comenta con alborozo que
se convertirá en el primer venezolano en ganarlo. Lo sabe y eso lo entusiasma,
le revive la moral a veces decaída.
Por fin.
Y ahora sí, ya Febricio está en el interior de la librería.
Tres jovenzuelos con apariencia de triángulo de seguridad —dos chicos y una chica— han estado
detrás de él desde el comienzo. No es la primera vez. La comidilla literaria
los apoda Los tres mosquiteros.
Efebos y doncella encargados de espantar la turbamulta de «mosquitos» que suele
merodear en torno del aura de su señor.
En la vanguardia del grupo, la chica, algo pequeña pero hermosa,
de cachetes abultaditos y nalguitas prominentes, se dedica a verificar quién precisa
de una dedicatoria para el ejemplar previamente adquirido del volumen a
bautizar. Solícita y dispuesta, insta a los interesados a esperar el momento de
las firmas, después del sacramento. «güeit, güeit —les va diciendo en su mezcla
habitual de inglés y español— calm daun, habrá firmas para evry badi». Estudia
Idiomas Modernos.
Otro va a la diestra de su dios padre, acumulando en un maletín
los obsequios que algunos de los presentes entregan a Febricio, generalmente
libros de autores primerizos que aspiran a una lectura y reseña de parte
de él. Tienen la certeza los autores noveles de que una sola palabra de Persa
en la prensa bastará para sanarlos. Se trata de una escena recurrente en cada
acto bautismal caraqueño. Neófitos esperanzados que anhelan la bendición de un
consagrado. El escritor homenajeado hoy recibe los obsequios con aire de
benevolencia. Una caricia amable ante cada persona que se le acerca e inmediatamente
pasa lo recibido al robusto chico del maletín.
El tercer doncel, un poco más retirado hacia el flanco izquierdo,
lleva una cámara filmadora con la que, a través de su ojo mejor direccionado
(es estrábico y luce trasojado, algo jipato y majincho) va recogiendo para la
perpetuidad cada movimiento de su mentor. Como la actividad de las tomas le exige concentración y le
impide hablar y hacerle ver a la multitud que es él quien está allí y no otro,
va charlando consigo mismo y en la intimidad de sus elucubraciones compara su
labor con la de un Buñuel o un Saura moderno. Orgullosamente, se asume
Polanski, Almodóvar, Scorsese y Kubrick juntos en un solo paquete. Vanidoso de
que lo vean en su tarea, sostiene la cámara con su mano derecha, en tanto que con
la izquierda se va abriendo paso, aleteando casi a tientas, como si nadara con
un solo brazo dentro de aquella laguna de rostros risueños y dadivosos.
Febricio, el protagonista, ha ingresado al recinto con su mejor gesto
de Monalisa y camina serenamente. Tan, ta, taaaaaan. Casi en actitud de seguir
una marcha nupcial. Erecto, altivo, los ojos refulgen tras los cristales de sus
anteojos. No aparenta padecer la enfermedad mental acerca de la que se murmulla
en círculos reporteriles. Ha sido capaz de identificar todos los rostros. Avanza
entre la gente con aires de filósofo griego y simpatía de predicador de Pare de
Sufrir: una mano estirada: «hola, qué tal»;
una palmadita más allá, «¡mira que eres bella!»; un beso lanzado al
viento acullá, ¡muá!
No puede impedir escuchar, a su derecha, la cháchara picardiosa de
algunos jóvenes estudiantes de literatura, aspirantes a poetas, o ya poeticas
en ciernes —no lo sabe realmente, debido a que solo los conoce de vista.
Jamás han estado en su aula de clases—. Cuchichean entre ellos; parlotean de lo
humano y lo profano, con la irreverencia propia de la edad. Hacia ese punto
dirige Febricio sus antenas mientras desacelera la marcha para escuchar mejor:
—Es que ese libro me trae de cuclillas, Faby, no sé cómo no lo
descubrí antes. Los planos narrativos y los flasbacks. ¡Qué nota!
—Creo que en eso radica el peso de las escenas de la obra, Máicol,
son densas, nubladas, acorazantes, pero cómo convencen.
—Así es, así es, chamos, nada más vibrante que el capítulo en el
que el sujeto de la enunciación se hace cómplice del autor implícito y fustiga
al narrador homodiegético. ¡Arrechísimo, pana, espectacular!
—Pero, ¡marico!, ¿qué te pareció la manera como nos saludó el
profe que escribió la saga de los Salgado?
—No le hagas demasiado caso, guón, siempre ha sido medio pedante y
ahora que le dieron el cargo de director de cultura de la universidad como que
se ha envanecido más…
—¡Profe! ¡Profe! —grita una de las damitas del grupo al ver a
Febricio Persa— ¡Qué buena la entrevista de hoy! ¡Sin desperdicio!
—¿Y la foto? —se entromete otro— ¡Maaadre foto! Es en el jardín de
la Facultad ¿No es así, profe?
Febricio asiente con un gesto de cortesía, se lleva la mano
derecha hacia el pectoral izquierdo y mueve la cabeza hacia adelante en señal
de complacencia. Los imagina como siempre, hablando mal de los otros poetas,
desde muy jóvenes, o fingiendo hablar bien pero pensando mal, con sus mentes
puestas en las envidias y las zancadillas propias del medio. No les cree pero
está obligado a agradecer.
A su modo de pensar, no les
llegan ni por los artejos de los pies a los tres leales asistentes que lo
escoltan. Comparados con sus adulantes escuderos, a estos los intuye
envidiosos, mediocres, altaneros y creídos. De las chicas tiene incluso un
concepto mucho más contundente: antes que poetisas —como por cierto no les
gusta ser catalogadas— prefiere aludirlas íntimamente como poetusas.
Jamás ha escuchado de ellos o ellas la palabra «maestro». Siempre
un frío y distanciante «profe», a veces un mal articulado y sifrino «purofe»;
quizás en alguna ocasión han querido adularlo al llamarlo «profebri». Los
párvulos de su cortejo, en cambio, suelen ser dóciles y dispuestos al
aprendizaje. A aquellos, los suyos, los sabe abiertos, maleables; de estos, los
ajenos, desconfía. Son seguidores del poetastro silencioso de la Escuela
y eso basta para que los perciba con sospecha. Jamás serán de su reino.
No obstante, hay que saludarlos gentilmente y mostrar los
camanances para intentar una sonrisa.
—Gracias, muchachos, gracias por estar aquí…
Después del ademán hipócrita hacia los estudiantes, sigue la
marcha. Ve a su alrededor y sabe que nadie está de verdad charlando, aunque
todos mueven los labios y las manos como si parlotearan animadamente.
Gesticulan con la boca, sus órganos articulatorios están en movimiento
perpetuo, pero se trata de voces fingidas; simulan conversar mientras tienen
los ojos y oídos puestos en cualquier otro rincón de la librería. Ven a alguno
por aquí llevándose un ejemplar de un libro reciente a los bolsillos. Miran a
otro más allá y recuerdan que se trata del ensayista que siempre ha tenido su
inquina con el que está enfrente porque a aquel le han dado el Premio Nacional,
mientras este suponía que ya le correspondía por antigüedad.
No faltan los que murmuran ya sobre la convocatoria anual del
Premio. El propio. El verdadero. Así lo califican: El Premio, con énfasis en la
E y P mayúsculas. El Errebecé le dicen algunos.
Febricio oye sin deseos de escuchar, en el fondo, entre la
multitud, la carcajeada fingida del sujeto conocido como «el escritor oral»,
que habla y habla y habla, pero de quien jamás se ha visto una página impresa.
La imagen del charlatán farfullando, cantamañanas de oficio, le hace
recordar a la de Rafael Bolívar Coronado. Justamente, el epónimo de El Premio.
Es así. Es el universo de la literatura nacional, el espacio en
que hay autores consagrados que jamás han redactado media cuartilla. La legión
de los ágrafos orales, como la llamó alguna vez el maestro del humorismo Aníbal
Nazoa. Milagros del arte, argucias del cotilleo a que son tan dados los ficcionautas.
Eso piensa Persa.
Porsia. Por si acaso. Por si las moscas. Persa observa
constantemente a su alrededor.
Debe ofrecerse afable y dispuesto con todos, hacia
todas, por lo menos mientras transcurre el lapso sacramental de su último
libro. Incluso más: mientras se hace público el veredicto.
Abrazarse y des-abrazarse sin mostrar embarazo alguno.
Aparentar bonhomía y disposición, frescura, amabilidad,
condescendencia, comprensión y, a veces, hasta conchupancia. Desconoce quién de
los que han acudido al acto de esa noche, su evento suyísimo, pueda erigirse en
algún momento en juez-a del certamen. Su conducta de él ha de ser entonces de
absoluto relajamiento. Sabe que está obligado a lucir despreocupado, libérrimo
de actitudes negativas. Debe fingir con total seriedad, incluso con los
que, a la hora de competir por el reconocimiento, podrían ser sus
contrincantes.
Varios, incluso, son sus competidores potenciales, pero también
les puede corresponder alguna vez actuar como parte del jurado. Sobre todo, si
no lo gana esta vez. Nada se sabe de antemano en ese territorio de
incertidumbre que es la literatura venezolana. Hoy estás abajo, mañana arriba.
Y el mundo girando y girando como una noria metálica que resuena mientras
adentro se bambolean las pequeñas esferas blanquinegras de una lotería de pocos
números y muchos apostadores.
Fabula para sí el homenajeado de esta tarde de jueves lluvioso: «Sonríe,
Febricio, siempre sonríe y hazlo aun a sabiendas de que alguna de tus muecas
amables pueda ser compensada más adelante con una traición…
Camina por la librería y
saluda cordialmente, aprieta con fuerza esas manos que se te ofrecen, aunque
las presumas como parte terminal de brazos envidiosos; adula a los que pudieran
tocarte en suerte; exprésales tu admiración por su poesía; háblales de cómo te
maravilló su último libro de cuentos, aunque te haya resultado farragoso y
lugarcomunístico; confiésale al más oculto de los falsarios que has disfrutado
enormemente su recién publicado manual de crítica literaria; asegúrale al
novísimo palurdo que abogarás porque se publique pronto su primer intento de
ensayo; no abandones jamás a los tres imberbes chamines que sumisamente te
acompañan a todos los actos en que has de participar. Los gentiles y siempre alabanciosos
barraganes que nunca te abandonan y te siguen como incondicionales aparceros.
Alguna vez, ellos podrían llegar a ser algo más que tímidos principiantes.
Pon la mirada en el infinito y escucha con rostro de pensador alemán
el discurso de quien hoy apadrina y presenta tu libro. Exhorta a Amenodoro con
tu gesto de complacencia. Prepárate. A la hora de agradecer su gesto, cubrirás
con loas su más reciente novela. Le dirás cuánto has celebrado su humor y sus
metáforas plenas de ingenio. Atrapa (ahora) de su grata perorata frases que te
ayuden a flotar de regocijo y que le repetirás después: un latinazo que
impresione a cualquier pelmazo, como el que acabas de escucharle: «verba
volant, scripta manent»; una metáfora como esa con que ha desplegado el
ánfora de su sabiduría: «plenilunio pluvial esplendoroso»; un juicio que ha
ofrecido para demostrar su oficio: «holgura fluvial derramada en capítulos
deslumbrantes»; un elogio que recuerde el jolgorio: «autor de tropos y símiles
rampantes y fluorescentes…»
Pero, ¡vaya, vaya!
Hay alguien allí que no es cualquiera entre los asistentes de hoy: el
Profesorsote. Así lo apodan en la Universidad debido a su porte altote, crecidote, egolatradote,
principalmente después de jubiladote. Gordura de vacuno de noble casta. Espesa y
larga barba de Heródoto. Es del conocimiento de muchos que desde hace algún
tiempo busca redimir una vieja culpa
relacionada contigo. Últimamente asiste con regularidad y fervor de cajero de
banco a los partos y repartos de tus libros.
Ahora, allí, justo
en frente, te mira fijamente, con luminoso foco de perdonavidas en los ojos. A
lo mejor rebobina la cinta de aquel acontecimiento en el que hubo de negarte el
Premio Nacional para otorgárselo a la candidata de su novio, quien también
estaba en el jurado. Es obvio que lleva una cadena de sufrimiento interno de la
que quiere deshacerse pronto.
Lo ves y explayas
tus labios.
Hora de aparentar
que no hay rencor en tu memoria.
Los chicos de tu escolta frenan el paso, se
retraen dos de ellos. Bien que saben de aquella vieja historia. El bireto afro que anda con la filmadora
retrocede un poco más para no perder detalle del encuentro. Se conoce que en una
ocasión ya remota (pero no archivada y mucho menos olvidada), habiendo sido
designado coordinador del Jurado para el Premio Nacional, el Profesorsote fue
capaz de sugerir el nombre de su amante como sustituto de un miembro
renunciante. Y así se aceptó.
Te acercas con
paso de sacerdote y levantas la mano como si quisieras brindar por su
presencia. A pesar de su altura física descomunal, lo percibes espiritualmente enano.
Y recuerdas que se confabuló con su pareja para quitarte aquel galardón. Pero
si por algo te caracterizas es por acarrear una supuesta fama de redentor. Es
tu fuerte. Fingir que los rencores no ocupan tu vida:
—¡Felicidades por
este nuevo hijo, Febricio! —se adelanta a decirte— No esperaba menos que esta
maravilla de libro. Ya lo leí, me lo envió la editorial.
El cineasta
improvisado recoge pleno el momento del choque de las dos manos y el abrazo que
completa la escena. También el amante confabulado está allí y cumple a la
perfección su rol de consorte con suerte. Para el acompañante dispones sin
prejuicio un doble beso mejilloso con los que muy a propósito intentas rozarle
el labio superior, ensalivarlo.
Muá, muá.
Rememoras todavía
aquel veredicto perverso que te negó tu primera oportunidad para la consagración.
Caricaturizado por un cronista de prensa se iniciaba así: «Por mayoría familiar
de votos, mi sortario consorte y el
sucinto suscrito, acordamos él, mi futuro cónyuge y yo, y yo, su resuelve de turno, otorgar el Premio
Nacional a la novela escrita por la
señorita que se fastidiaba…». Fuera de la posibilidad quedaste, aunque muchos
pensaban que esa vez serías tú y nadie más.
Y ahora pones lo
tuyo, la chispa de humor que te haga quedar bien ante los que escuchan. A sabiendas
de los orgasmos recurrentes del amante por la narrativa de los sexodiversos, le
preguntas con picardía si ya se ha enterado de la iniciativa de algunos colegas
suyos de la Escuela para fundar en la Universidad
«un centro de estudios literarios del
hombre macho masculino varón, ¿lo sabías,
querido?». El amante sonríe ante lo que ha entendido como una broma y Persa se
va alejando poco a poco, dejando la estela de una risita vengativa que el resto del público presume amabilísima.
—¡Qué hombre!¡Qué
caballero! —se oye en alguna parte de la librería— ¡Eso si es un escritor cuatriboleado
de verdad, caramba!
El trascorneado aspirante
a cineasta se percata de que algo está fallando en su cámara. Se hace a un lado
para revisarla. El equipo parece haberse engatillado. Escrutándolo, se resigna
y concluye en que lamentablemente no podrá tomar los momentos del cierre del
discurso del presentador.
Luego de los aplausos, multiplicados al final del jaculatorio de
su colega Cují, regresa Febricio a la realidad: va el abrazo fuerte y generoso,
los golpecitos en la espalda para Amenodoro.
—Gracias, hermano querido [plaj,
plaj, plaj, resuenan las palmas sobre el dorso del colega, mientras
percibe el olorcito a moho de la chaqueta], no merezco tanta bondad, tu
desprendimiento me abrumó, ¡me siento contrapavimentado!
La inmediata respuesta de Amenodoro es un mohín acompañado de ocho
palabras:
—¡Te mereces mucho más que mi humilde
lectura!
Sorprendido por la interrupción, Febricio se dispone a
besar la mano de la dama de sociedad que los ha abordado bruscamente, sin
anestesia. Es la misma que, cuando venía por el pasillo hacia la librería, lo
abordó para decirle que la semana pasada estuvo hojeando el cuento «El
dinosaurio», de Augusto Monterroso, y que intentará concluir su lectura durante
la próxima semana santa, cuando disponga de tiempo suficiente para hacerlo. «Y
cuando yo despierte de esta pesadilla, espero que la señora ya no esté ahí»,
pensó Persa en aquel momento. Mas no ha sido así. Ahora, con la mirada
fija en el tren delantero de la dama, no olvida celebrarle ese
deslumbrante vestido blanco que deja ver las pecas y las arrugas concentradas
en la comisura de los senos. Lo alaba aunque en el fondo la imagen de tan
particular dama le resulta horrenda y estrafalaria.
—¡Qué hermosa esa orquídea
sobre el ojal de tu chaqueta, Titina! ¡No sabes cuánto anhelo ser uno de
esos pétalos!
Muy bien pudiera ser esa «tectónica» señorona la que lo incluya
entre los autores sobre quienes ella disertará en el próximo seminario-taller
de literatura que dictará en la Universidad de Maryland. Nunca se sabe. Igual
que Venezuela, Estados Unidos es un país en el que cualquiera es profesor de
talleres; a veces basta con que publiques un libro de versos o cuentos mediocres.
E incluso con que seas exiliado y osado. Justo el caso de tan «elegante» dama: chilena
llegada al país en los setenta del siglo pasado, autora de un opúsculo de
poesía que no llega a folleto. Aunque obviamente sus descomunales pechos han
sido remendados y ahora van cargados de silicona, no permitas, Febricio,
que la senofobia te intimide.
Besa y rebesa sus ocultas arrugas faciales, hazlo con frenesí, como en el
bolero.
Tampoco dejes de lado al viudo de la novelista abogada. El
que está de pie, afuera, donde se ha escapado a satisfacer su carencia de
nicotina. Lo observas desde tu atalaya con su cigarrillo en la mano: «imagen de
prostituto elegante, cuerpo de tentación, cara de arrepentimiento», piensas.
Será torpe, quizás poco cultivado, tal vez casi analfabeta y nada agraciado de
rostro, pero es el heredero de una escritora con poder. Obvio que sin mayor
esfuerzo intelectual —porque de intelecto el muy pobre carece—, heredó solo la
fama y la obra de su célebre esposa, aquella fastidiosa y patética jurisconsulta
que escribió una docena de novelas sobre las perversiones del poder financiero
en las sociedades latinoamericanas. No es su culpa de él ser tan escaso de
neuronas productivas.
Sin embargo, más que por
sus libros recibidos en herencia, no dejes de fijarte en la red de intereses de
la que también se ha hecho acreedor. Él no escribe. La verdad es que su zona
cerebral de Wernicke parece haber sido reacia a las fabulaciones con la
palabra. Pero cómo le funciona de bien el hipotálamo, cómo sabe tongonear esos poderosos
bíceps de potro purasangre al momento de practicar la supervivencia. Y se vale
de tal recurso cada vez que precisa de los tentáculos mafiosos que le dejó su
fallecida esposa. Es el mismo al que una pegajosa periodista asomó la idea de
hacer una fundación con la dote paginada de su difunta media naranja, un
artilugio jurídico que preserve la obra y facilite la continuidad y
multiplicación del peculio familiar. «Pero si todas las viudas de los
escritores lo hacen, chico —le dijo alguna vez—, ¿por qué no pueden hacerlo
también los viudos? ¡ De algo hay que vivir después de que la compañera exitosa
se marcha al Portal de Orión, Nacho». Es cotilla popular que el tono
confianzudo de la chica se debe a que son amantes. Mas no te consta.
Sin embargo, salúdalo con doble beso y roce de mejillas, como si
estuvieras en el foyer del Palacio de la Zarzuela de Madrid.
Indícale lo atractivo y lozano que se mantiene. La distancia entre foyer y follar es mínima. No sería
extraño que esta vez fuera designado para integrar el jurado del Rafael Bolívar
Coronado. O, en el futuro, de otro certamen
que te interese. Eso, de momento, lo ignoras; no puedes presagiarlo. Ni tú ni
nadie. Pero tienes la certeza de que los milagros ocurren. En una republiquita
como la tuya, todo puede suceder. Hasta ciertos viudos gozones terminan
decidiendo quién se sube y quién se baja del podio literario.
Así que tolera pacientemente el efluvio del bautizo de tu última
novela, aunque todo lo presumas artificial.
En tanto transcurra el brindis, deambula por cada rincón de la
librería hasta que se marche el último de los asistentes.
Saca de tu repertorio aprendido de memoria las más originales
dedicatorias a la hora de firmar los ejemplares a los solicitantes de tu
rúbrica. Ya tu asistenta los ha instruido para que formen una fila.
«Para IDS con el mayor de los placeres y en agradecimiento por sus
exagerados y benévolos pero inmerecidos juicios sobre mi modesta obra». FP
Ofrenda con tu manuscripción a las chicas jóvenes que te piden una
frase halagadora y unas palabras de aliento sobre la portadilla del ejemplar
que han comprado: «Mi querida negra María Eugenia, un futuro exitoso para una
lectora con sonrisa de bacará». FP
No se sabe cuándo una solicitante de firma significa un
futuro polvo. «A Judit, la más estupenda y bella de mis consecuentes lectoras y
dedicatarias». FP
Un premio puede ser en el país hasta la consecuencia de un buen
coito, incluso de un arrejuntamiento triple que jamás imaginaste. «Para mi
apreciada pareja, L.B.L. y L.F, por el tiempo que han perdido leyendo mis
humildes escritos.» FP
Vive tu momento. Finge y funge igual que todos allí lo
hacen. Es parte de ese rictual donde
cada capítulo del guion es imprescindible: la llegada, los cumplidos, el
panegírico de presentación con las alabanzas, los aplausos múltiples, las
sonrisas estereotipadas, las poses y guiños de coreografía, obligados
ante la presencia del fotógrafo... y los brindis por el éxito.
—Disculpe, ¿Es usted el autor?
—Sí, eso creo —respondes en tono de broma.
—¿Me permite una foto con estos dos caballeros y esa beldad que lo
acompaña?
—Por supuesto. Con la «beldad» ni ofendo ni temo, jajajajá.
—Muy bien, júntese usted un poquito más... Así está bien. ¡Voy!
—Gracias, anótenme aquí sus nombres por favor. Es para
reseñar el bautizo en El Universo Literario.
—Ya pronto será hora de marcharse, maestro —le recuerda Genoveva, su acompañante, a Febricio.
—¡Fabuloso! En breve, cesará la tortura —le susurra él al oído.
Han comenzado a cerrar el templo.
Los mesoneros recogen las últimas copas y el micrófono ha
sido confinado a su rincón habitual.
Al terminar de contar el abundoso número de ejemplares no
vendidos, la dueña de la librería se ve extenuada. No obstante, su rostro
ofrece la impresión de una saludable amargura.
Batuqueando sus pechos siliconados, se acerca y dice algo al
editor, que espera pacientemente y con pose de chamán cruzado de brazos. Este
hace un gesto de aceptación con la cabeza, pero, si se logra ver su ceño
fruncido, pareciera estar más bien
contabilizando y dividiendo cuántos libros han logrado despachar por cada copa
de vino consumida. Arriesgó los fondos de la pequeña editorial que dirige, nada
más por tratarse de una novela de su compadre y excompañero del grupo Piso 3. Sin
embargo, a juzgar por su rostro de «¡qué fastidio, que se acabe ya esta ladilla!»,
tal vez el resultado no se ha correspondido con las expectativas.
Ante una seña de la propietaria, el empleado apaga la luz.
Se escucha el chirrido de la puerta de seguridad.
Ya afuera, en el pasillo del centro comercial, todos se despiden a
su manera, hasta la próxima jornada. Abrazos, recordatorios, comentarios
irrelevantes y chismes se funden en un solo ambiente de incoherencia. Como en
un mercadillo, las frases sueltas se cruzan como flechazos que vienen de
diversas direcciones:
Encantada de haberte visto, mana…
Claro que yes, amigui...
¡Ay, chica! ¿No lo viste
un poco flaco? Como que es verdad la vaina
¡Epa, Chuqui! Porfa,
no olvides enviarme esa reseña por correo electrónico, poeta…
¡Coño. ¡No me llames poeta!
Preferiría que me digas rapsoda o aeda, cualquier cosa menos poeta.
¡Sí, chama, parece que estuviera énfer! Pero no creo…
¡Tranquila, Mayela, que yo te escribo ese prólogo...!
¿Cuánto apostás a que sí tiene el síndrome de Capgras?
¡No, no, no! Con eso no me
comprometo. ¿Qué enfermedad es esa?
Pues que se mira al espejo
y no identifica su rostro. ¡Apostemos, pues! Aquí hay una moneda ¿Cara o cruz?
¡No jorobes, paisa de
Gardel! ¡Aquí en Venezuela se dice cara o sello!
Te quiero que jode. No te pierdas, maluco…
Ni tú tampoco buenuca… Repórtate
de vez en cuando, queridita.
¡No apuesto! ¡Son chismes
de esa facción de la Escuela que no lo quiere!...
¿De qué facción? ¿Tú crees? De acuerdo. Lanza la moneda.
¡Cruz! ¡Cruz! ¡Cruz!, gano yo…Tejo…
¡Claro! Pero también eso de la facción puede ser ficción
Cruz y ficción querés decir, pelotuda! Pues gano yo…
¡No fue cruz, fue sello! ¿Qué quiere decir Tejo?
Que tejo-diste. Sello y cruz es lo
mismo, che, ¿viste?
¡Okey! ¡Sí va! ¡Ganaste, marica! ¡Me rindo!
Y también apuesto a que
por estar énfer se ganará el próximo errebecé.
Pues yo ahora sí que paso,
boto tierrita y no juego más, bai, bai, arrivederchi, orvuá, jaijaidó, chao
pescao.
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Capítulo primero de la novela Jueves de Cruz y Ficción (en proceso de escritura)
Para leer el capítulo introductorio (previo): haga clic aquí
Para leer el capítulo introductorio (previo): haga clic aquí
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