Guerra avisada o nota previa para evitar interpretaciones
malsanas:
Mosca, lectoras-es, de acuerdo con la venezolanísima "Ley
Resorte" la siguiente duda se
ajusta a las siguientes condiciones: Lenguaje: C, Salud: B, Sexo: E, Violencia:
D, para ser leída en "horario adulto", con tapones para oídos y
vendas para ojos.
Advertencia: Se ha determinado que negar las escatologías, aparte de ser
nocivo para la salud, embrutece.
Decida antes si acepta o no acepta esta lectura. De ser esto último, no
siga leyendo...
Con el
debido permiso de la “puritanía” nacional y extranjera, me permito comenzar
esta duda recordando el texto de un letrero publicitario que escandalizó a
mucha gente durante la exposición denominada El paquete erótico, coordinada
en el año de 1980 por el artista venezolano Víctor Hugo Irazábal en la
caraqueña Sala Ocre (1980). Inocente y colocadito allí como quien quiere y no
quiere, el letrerito de marras rezaba lo siguiente: “No dejes para mañana lo
que puedas mamar hoy”.
Aquel inocente avisito le movió
el piso a más de un asistente. Aunque no decían “¡perro!", mostraban el tramojo.
Lo
menciono de entrada porque suele decirse que en Venezuela jamás ha habido
censura, así como se comenta generalmente que nunca antes hubo racismo ni
discriminación. Pamplinas. Tonterías que entre trago y trago repetimos para
sentirnos bien como colectivo. En sentido contrario, mi tía Eloína suele
jurar que, desde que somos una república “en busca del tiempo perdido”, la
censura y la discriminación siempre han existido, entre nosotros, lo que
varía son los modos de ejecutarlas (a veces casi subliminales).
Y así es,
no puedo dejar de darle la razón. Tanto la censura como la discriminación han
sido axiales en nuestro desarrollo ciudadano. En este país, al que menos puja
le brota un piano de cola. Es posible que se las esconda, que se las
disfrace, que se hagan las mil y una patrañas para disimular, por ejemplo, el
modo como algunas personas, comunidades y grupos sociales miran de reojo a la
gente que no comparte su color de piel, a algunos supuestamente “malvestidos”, a
las personas con ciertos “kilos de más”, a sujetos y sujetas de otros países y
nacionalidades. Etcétera.
Y cuando
ella dice “color de piel”, mi parienta no hace diferencia entre el modo como,
desde cierta posición social, se ve y se “admira” a una rubia, blanca,
presuntamente aria, de estatura considerable y vestida con eso que llaman ropa de marca (como si no toda la ropa
tuviera una “marca”) y la manera en que desde otras miradas más deprimidas se
observan los movimientos, las cadencias, el lenguaje y los pareceres de esa
otra entelequia que la costumbre suele marcar con el apelativo de “gente bien”
o “personas acomodadas”. Los “menos” y los “más” se discriminan y se censuran
mutuamente.
Valga el
ejemplo de uno de mis compañeros de bachillerato: durante los legendarios años
sesenta compartíamos en Los Puertos de Altagracia en un liceo público
porque no había otro a la mano, pero era obvio que sus padres tenían más
dinero y privilegios sociales que la sumatoria de todo el resto del salón, así
que, aunque no podía disimular su evidente estampa “afrodescendiente”,
nos veía a todos por encima de su hombro y se consideraba a sí mismo como la
propia “pepa de Billy Queen”. Es decir, convivía con nosotros, pero obviamente
se creía muchíiiisimo más que el resto de la humanidad.
Lo
contrario también es palpable en cualquier ambiente de los nuestros, pero como
uno acude por lo general a lo que más conoce, podría yo decir que tengo una
vecina que se dice “socialista
convencida”, convencida de que nació para fuñir a los congéneres, porque es
propietaria de diez apartamentos (que alquila mediante perversos contratos por
sumas astronómicas) e igualmente cree (para mí equivicadamente) que toda la gente de pocos recursos es
“malandra”. No acude a playas públicas porque
según ella allí “pulula el populacho”, sospecha de todas las señoras de
servicio a las que, en contradicción con su “ideología”, contrata. Sin olvidar
que piensa que las ramas menos favorecidas de su propia familia lo son por
simples motivos “genéticos”. No sospecha que, cualquiera que sea el origen de
sus arcas, todos los ricos –o sus
ancestros-, se han hecho ídem apaleando de distintas maneras a otros.
Así está
el mundo, pues. Una cosa piensa el burro y otra el que lo está montando.
En tal
sentido, censura y discriminación terminan siendo dos variantes de un
mismo y único vector: la aversión al contrario. Son “aversivas” las personas
que, ora por el dinero que manejan, ora por la supuesta “cuna” de la que
proceden, ora por haber estudiado algo más que los otros, ora porque tienen más
habilidad verbal, se muestran como si no tuvieran ombligo o carecieran de
cualquier tipo de orificio útil para expulsar excrementos. Diría Eloína sin
ningún tipo de eufemismo y con una frase bastante fuerte: “¡es que se creen que
no tienen canalillo en el trasero!
A esto de
las llamadas “frases fuertes” o voces escatológicas he querido llegar desde que
inicié esta duda melódica. Porque en el lenguaje, en sus usos, en el modo como
afrontamos y juzgamos lo que dicen los demás, pues también incide la
perversión, digo, la censura y la discriminación.
Por
fin llego, pues, a donde venía.
El tópico
ha sido motivado por una reciente visita a Maracaibo. Pasábamos mi esposa y yo
por la Plaza Bolívar de esa ciudad una mañana de cuarenta grados a la sombra y
otros pasantes se asombraron ante las risotadas que nos provocó la situación de
un muy maracaibero caballero que, sin ningún tipo de pudor, discutía con un
grupo de correligionarios de un partido político y los llamaba (pido licencia a
los censores espontáneos para repetirlo sin anestesia) “¡mamagüevo’e perro!”.
Mucho habíamos escuchado antes la primera parte de esa expresión (“mamagüevo”)
y, en efecto, en el Zulia en general, no es difícil oírla. Pero agregarle la
alusión canina en ese particular ejercicio de succión le daba a la
ofensa una intensidad tan particular que no pudimos más que reaccionar
ante lo sorprendente del asunto.
De pronto
nuestra sorpresa estaba siendo marcada por la censura y la
discriminación inconsciente que solemos practicar cuando percibimos algo
que se sale de lo que la escuela nos enseñó como “políticamente correcto”.
Y ante lo que te desubica, pues, como salida,
te ríes.
Desde
algunos espacios del centro del país, suele pensarse que hay regiones de
Venezuela donde reina la escatología verbal incontenida. Pues, todos lo
sabemos, el Zulia no escapa de esta posibilidad. Y los zulianos andan
tan orgullosos de que así se les considere que hasta han fraguado una popular
gramática para el vocablo verga. Un
término tan sencillo como verga
(“pene” según el diccionario) se usa en predios zulianos para extremos semánticos
tan lejanos como un introductor discursivo (para abrir una conversación:
“¿sabéis una verga?”) hasta la manifestación de sorpresa (“¡a la verga!”) y la
negación absoluta (“¡ni de verga!”).
Este
liberalismo hacia ciertas voces llamadas por los puristas escatológicas, excrementicias o
“malsonantes” ha servido para que se atribuya a los usuarios cierta fama (no
siempre justificada) de “groseros”, “malhablados”, “bocasucia” y un largo
etcétera. Censura y discriminación juntas.
Y allí
hay que salir al paso a quienes se creen hablantes prístinos porque jamás
recurren a las llamadas “palabrotas” para justificar una rabieta, una sorpresa
o manifestar algún dolor o alegría súbita.
De mi
parte, siempre he dicho a mis alumnos que las llamadas escatologías son
intensas pero a veces necesarias. No es lo mismo "recordarle la
progenitora" que "mentarle la madre" a alguien que ha ofendido
tu dignidad. En ciertos contextos familiares puede resultar casi ridículo
exclamar “¡outch!” cuando te has dado tremendo coñazo en la espinilla y solo te
provoca gritar “¡coooño!”. Ni que fueras Batman o Robin.
Vuelvo y
completo el cuento del señor maracucho a quien escuchamos en la plaza Bolívar
de Maracaibo. El grupo con el que discutía lo estaba imprecando y a coro le
decía “¡traidor, coño’e tu madre!” Pues para él la salida más honorable
fue llamarlos a todos “¡mamagüevo’e perro!”. Si se quiere, haberles respondido
con un “¡imbéciles!”, "¡estúpidos!" o (incluso) "¡la
tuya!" habría sido interpretado por quienes lo ofendían
como torpe y hasta fuera e contexto, cuando no amanerado.
Porque
hasta las escatologías tienen su contexto. Y no usarlas cuando se las precisa,
puede resultar nocivo para la salud. En esto de los usos del lenguaje, a la
gente que se cree más que los demás y que alega no usar ¡jamás! las llamadas
groserías porque le resultan propias del vulgo (he allí la censura y
discriminación solapadas), le parece gracioso y hasta totalmente permisible que
en las películas gringas los personajes repitan hasta la saciedad las
expresiones shit, fuck you, son of the bitch cada vez
que se les antoje. Y si se trata del francés no digamos las veces que en
los coloquios parisinos se repiten las candentes voces ¡merde! o ¡connard! (equivalente francés al gilipollas peninsular, creo).
A veces a
los puristas criollos hasta les suena chic
o cool que los anglo y
francoahablantes hablen de ese modo tan “gracioso”.
Y para no
marchar tan lejos digamos que en situaciones informales los españoles
“conjugan” las palabras mierda, culo y cagar en todas sus “acepciones posibles”. Así como tenemos una
gramática zuliana del vocablo “verga”, muy bien pudiéramos hacer el mismo
ejercicio con estos tres términos y sus usos en la península ibérica. Lo que
diría un conocedor es que prácticamente las han resemantizado, ya no son
escatologías, como quizás siguen siéndolo en algunos países hispanoamericanos.
Por eso es casi una situación de chiste cuando los peninsulares expresan “hacer
de(l) vientre” para referirse al acto de expulsión anal de los excrementos. O
sea, luego de cagarse hasta en la virgen, pues dicen “hacer del vientre” cuando
es la hora de acudir al váter.
El DRAE
cataloga cagar como verbo
intransitivo malsonante y agrega como su primera definición: “evacuar el
vientre”. Más adelante indica además que la locución que te cagas (también tipificada como malsonante) significa “muy
bueno, excelente”: “esta paella está que te cagas”).
En otras
entradas, el mismo DRAE alude a “exonerar el vientre” como “descargarlo de
excrementos”, lo que también puede expresarse como “hacer de(l) vientre”, creo
que la más usada al menos en predios castellanos.
En esto
mi tía Eloína se la dio siempre de castiza. Cada vez que requería ir a la
letrina a defecar, solía decir que necesitaba “hacer del cuerpo”.
Debido a ello, una de mis primas (expósita, igual que yo) bromeaba cuando
quería hacerla rabiar y se esmeraba gritando:
- “¡Ya
vengo, voy al baño a cagar!
Mi
parienta saltaba furibunda y le recriminaba:
-¿Mirá
vergajita, coñita, cagoncita, mierdita! Hay muchas maneras de decir que
vais al sanitario sin utilizar esa palabra tan fea. ¡Cagar no es de muchachas
decentes y de clase como vos! Podéis decir defecar, deponer, ensuciar,
hacer del cuerpo, hacer pupú, poner la grande, agacharse... ¿qué sé yo
cuántas más?, ¡pero no cagar, chica! ¡Las señoritas como vos no cagan!
-¡Bueno
–respondía mi prima con evidente sorna- pues entonces la próxima vez voy al
baño, defeco, depongo, ensucio, hago del cuerpo, hago pupú, pongo la grande, me
agacho...! Y… ¡ finalmente cago! ¿Te parece?
Era muy
particular mi parienta. Aunque de cada diez palabras que pronunciaba cinco eran
de las catalogadas pudibundamente como “groserías”, se empeñaba en
enseñarnos que, debido a su condición de “madre superiora”, ella “tenía
derecho” a utilizar cuantas le diera su realenga gana, pero nosotros no.
Por lo general, nos corregía cada vez que decíamos algo fuera de lugar y nos
conminaba a utilizar algún eufemismo que reflejara nuestra condición de
asistentes a la escuela.
Lo mismo
ocurre con algunos hablantes puristas venezolanos, “inmaculados” y
cuidadosos ante el lenguaje de los que consideran por debajo de su “estatus
social”, “posición económica” o “jerarquía escolar”. Sin embargo, se
despepitan de la risa cada vez que escuchan que un español que habla en la tele
dice que lo tienen “hasta los huevos”, que se “caga en la leche”, o conmina a
alguien “a tomar po’l culo”. Ergo, en otras latitudes, con otros hablantes de
otras dimensiones u otros idiomas, hasta les resultan
"musicales" y chistosas algunas expresiones que dichas en
nuestro humilde ambiente hispanomericano pueden hasta ser consideradas delitos
de lesa patria lingüística.
Así es
esto del verbo. Así somos los hablantes, a veces sin saberlo. Contradictorios.
Discriminadores. Censores agazapados en permanente vigilia ante lo que
contradice nuestras creencias y preferencias.
¡Joder!
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