A Rayda Guzmán, en Barcelona, España
“Distraídos en razonar la inmortalidad,
habíamos dejado que anocheciera sin
encender la lámpara.”
Jorge Luis Borges (Diálogo sobre un diálogo)
Pertenezcamos o no al gremio de los descreídos, los
escritores y escritoras latinoamericanos vivimos adornados por una aureola de
ese cierto desparpajo e indiferencia con que suele condimentarse la (des)creencia
en los procesos burocráticos y administrativos. Basadas en generalizaciones y
estereotipos pasados de moda, algunas personas creen que de verdad todos somos
seres que permanentemente vivimos “caídos de la mata”, que no somos hombres o
mujeres mortales de este mundo y que muy poco tenemos que ver con la
cotidianidad que rodea al resto del universo. Hay incluso quienes creen que ese
“apendejamiento” nos acompaña cuando por alguna razón debemos actuar como
jurados de concursos literarios.
Hacerse el trujillano es asunto diferente.
Hacerse el trujillano es asunto diferente.
Escribo esto pensando en el modo como, a veces, sin
darnos cuenta, contribuimos a alimentar estos mitos y leyendas. Y es que no por
azar, somos lo que somos: ficcionautas. La palabra la tomo del
vocabulario de una entrañable filósofa venezolana a quien conocí en un congreso
sobre estética y a quien he dedicado esta duda. Vivimos en y por la ficción, la
padecemos y además la estimulamos. Por eso somos ficcionautas. Nuestro admirado
y desaparecido Denzil Romero habría dicho que a veces hacemos esto de la “ficcionáutica”
para “mentir sin culpa”.
El tema viene a duda en el momento en que
reflexiono sobre los concursos literarios y los concursantes.
Cada vez que me solicitan formar parte de un jurado, mi tía Eloína me recuerda que, si acaso, tendré un amigo o amiga más (el ganador o ganadora), pero me echaré encima al resto de los participantes. Razón no le falta, pero igual le recuerdo que en este continente tan particular los escritores estamos casi obligados a actuar como “toderos”: las circunstancias nos obligan a multiplicarnos para ser profesores, críticos, jurados, editores, correctores, autores, lectores y hasta distribuidores o vendedores de libros al mismo tiempo. Acepta mi parienta que, aunque es patética y triste, no es extraña en Latinoamérica la imagen del autor que va de evento en evento, con su bolsita debajo del brazo, regalando y voluntariamente dedicando a otros algún ejemplar que además ha sido imaginado, escrito, corregido y financiado por él mismo.
Cada vez que me solicitan formar parte de un jurado, mi tía Eloína me recuerda que, si acaso, tendré un amigo o amiga más (el ganador o ganadora), pero me echaré encima al resto de los participantes. Razón no le falta, pero igual le recuerdo que en este continente tan particular los escritores estamos casi obligados a actuar como “toderos”: las circunstancias nos obligan a multiplicarnos para ser profesores, críticos, jurados, editores, correctores, autores, lectores y hasta distribuidores o vendedores de libros al mismo tiempo. Acepta mi parienta que, aunque es patética y triste, no es extraña en Latinoamérica la imagen del autor que va de evento en evento, con su bolsita debajo del brazo, regalando y voluntariamente dedicando a otros algún ejemplar que además ha sido imaginado, escrito, corregido y financiado por él mismo.
No obstante, de todos, el rol más riesgoso es el de
jurado de un certamen literario, de allí que muchos se nieguen a serlo.
Siempre me ha llamado la atención el desparpajo con
que algunos colegas se vuelven concursantes genéticos. Es decir, no hay
certamen nacional en el que no participen. Pequeño, mínimo, grande, regular. No
importa. Y a veces en varios con el mismo libro. En ocasiones lo hacen con la
excusa de que “es la única manera de ser reconocidos o publicados”.
Comprensible, pero… A veces, cuando percibo que esta actitud se ha prolongado a
lo largo de quince o veinte años o más, me parece que participan otros
ingredientes como la egolatría y el narcisismo. Los casos son múltiples,
suficientes ya para una futura estereotipología del escritor concursante recurrente.
Naturalmente tengo que dejar claro que también
durante los primeros años de mis inicios como escritor de ficciones fui
partícipe muy activo de certámenes literarios. Y hasta llegué a ganar algunos,
pero igual, como es obvio, no cogí pizarra en una buena cantidad de ellos. De
manera que creo que los concursos son una institución necesaria. Considero
también que muchos de ellos, la mayoría, son objetivos, y además me
enorgullezco de haber participado como autor en varios, y de haber tenido como
compañeros de jurado a verdaderos adalides de la transparencia, en otros.
Tampoco dudo de que haya premios “amañados”, e incluso los (pre)destinados a
ciertos autores, pero al menos a mí no me han convocado para que destaque a
fulano o zutano. Se dice que eso lo hacen algunas editoriales u otras
instituciones por razones comerciales, políticas o ideológicas. No lo he vivido,
mas sí olfateado, principalmente durante mi paso por alguna editorial
intrnacional. Pero, además, cuando son acertados, los libros suelen defenderse
solos, independientemente de jurados e intenciones extraliterarias. Y cuando
son malos, por muchos premios que se les asignen, ni que los fajen chiquitos.
Creo además que la “edad de los concursos” es una
etapa necesaria en un escritor, pero no debería durar toda la vida. Tiene que
existir un momento en que le pongamos punto final, al menos en aquellas ofertas
destinadas a quienes están comenzando. Porque, por muy y vigorosos y rozagantes
que nos sintamos, en algún momento estamos obligados a dejar de ser “promesas”,
“novísimos” o “escritores jóvenes”. Y de no ser así, terminaríamos escribiendo
solo para jurados, a la espera de que nos “descubran” y lancen al estrellato.
Así envejeció un personaje de uno de mis cuentos que terminó "lanzándose
al estrellato él mismo", desde la altura de un edificio. La literatura
ejercida con responsabilidad es mucho más que eso.
Y como nunca me falta una anécdota en la que, por
pudor y respeto, menciono el pecado pero no al pecador, pues aquí les relato
dos.
Primera: el
reconocidísimo crítico y ensayista que mucho más de una vez envió un par de
cuenticos al concurso e “ingenuamente” suscribió con seudónimo pero tapó con líquido
blanco (eso que llaman “típex”) su nombre de pila, a fin de que los jurados
pudiéramos indagar al respecto. Seguramente esperaba que se premiara su nombre
y no los cuentos. Conservo esas copias como un tesoro, por si las moscas pican.
Segunda: durante el Concurso de Cuentos de El Nacional (2006) me encontré con un
conjunto de ¡diez cuentos! enviados al certamen por un mismo autor. Ojo, ya ese
mismo autor, algo vegetal, cincuentón para más señas, había ganado el mismo
concurso en una edición anterior. Además, los mismos relatos me los había
tropezado en otro certamen de ese mismo año. Como si se tratara de un lotería
literaria, a más números jugados, mayor posibilidad de ganar. Finalmente, para
penuria de aquel concursero, esa vez el
premio de El Nacional se lo llevó un
escritor de 25 años, mientras el recurrente no cogió pizarra. No sabía quién
era el autor de tal cascada narrativa hasta que, dos años después, salieron publicados en libro por Monte Ávila
editores. En mi archivo están los textos.
Acepto también que cada vez aspiremos a ganar algún
galardón que supere al que antes hemos obtenido. Como escritores responsables,
estamos obligados a jerarquizar los concursos a los que deseamos postularnos.
Más de una vez lo he comentado: bien merecida tiene su “mención de finalista”
aquel autor o autora ya veterano(a) y muy reconocido que ha sido “vencido-a”
por alguien que está comenzando. Y también me parece trucado el anexar a la
plica una pequeña nota que indique “si no me dan el premio único, por favor, no
me otorguen menciones porque me asesinan el texto”. El “único” asesino en tal
caso es el propio autor veterano que se aventura a que le ocurra eso.
Como participante en algún concurso, no se me
habría ocurrido jamás utilizar como seudónimo una juntura de las primeras
sílabas de mi nombre y apellidos, principalmente si presumo que mi nombre de
escritor es ya suficientemente conocido y reconocible. Tampoco me habría
atrevido a firmar mis textos en la última hoja y a pasar luego un leve brochazo
con borrador blanco, que facilitare leer el nombre completo del autor al
trasluz. Quien hace eso, bien sabe que la curiosidad mató al gato, y puede tentar
al jurado. Ni mucho menos acotar al principio del texto un epígrafe o prólogo
que provenga de lo que haya(n) escrito algún(os) jurados. No coincido con
quienes desglosan un libro completo en los quince o veinte cuentos que contiene
y los remiten (con quince o veinte seudónimos diferentes) a un certamen en el
que se premiará un solo cuento, verbigracia el Concurso de El Nacional o el de SACVEN. Creo que se confunde en
estos casos la literatura con la lotería de animalitos de Valera. Igual
podría opinar de aquellos o aquellas que someten una misma novela, libro de
poemas, ensayos o cuentos, a varios concursos simultáneos. Incluso, hubo quien
alguna vez agregó a su texto un colofón del mismo modo que lo había hecho con
todos sus libros ya publicados. Es decir, no llamó perro al jurado pero le
mostró el tramojo de su trayectoria.
Los casos referidos los he padecido como jurado o
me los han referido escritores muy cercanos. Y conservo un interesante archivo
antológico alusivo al tema. Nada digo de quienes se hacen los suizos al ignorar
cláusulas de las bases y alegar luego (si ganan) no haberles “parado mucho”
porque presuntamente “los escritores somos distraídos”. Simples ficcionautas
que escribimos y ya. No estamos pendientes de esas “minucias” administrativas.
Y, claro, como digo eso, defiendo a la mayoría. Aquí he referido como ejemplos solo las excepciones, no la regla. Afortunadamente. Entiendo que en tales casos excepcionales y minoritarios, los concursantes genéticos confían en la ignorancia del jurado. Como alguna vez confió un otrora joven escritor de Valencia, al enviarnos como suyo un texto de Virgilio Piñera que, por no conocer, estuvimos a punto de premiar. Nos salvó la providencia y la cultura literaria de un escritor amigo a quien por casualidad comentamos aquel texto sin saber quién era su autor(a). O sea, igual que los escritores auténticos, también algunos jurados tienen a veces un ángel que los ilumina. Y no siempre son tan “distraídos” como se cree. Ficcionautas es neologismo distinto de otro: “distranautas”.
Y, claro, como digo eso, defiendo a la mayoría. Aquí he referido como ejemplos solo las excepciones, no la regla. Afortunadamente. Entiendo que en tales casos excepcionales y minoritarios, los concursantes genéticos confían en la ignorancia del jurado. Como alguna vez confió un otrora joven escritor de Valencia, al enviarnos como suyo un texto de Virgilio Piñera que, por no conocer, estuvimos a punto de premiar. Nos salvó la providencia y la cultura literaria de un escritor amigo a quien por casualidad comentamos aquel texto sin saber quién era su autor(a). O sea, igual que los escritores auténticos, también algunos jurados tienen a veces un ángel que los ilumina. Y no siempre son tan “distraídos” como se cree. Ficcionautas es neologismo distinto de otro: “distranautas”.
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Notas:
1. M odificado y ampliado en octubre de 2012
2. Fuente de la imagen y de la cita de J.L.Borges: http://20milleguasviajesubmarino.wordpress.com/2012/07/17/programa-159-tres-cuentos-cortos-de-borges/
6 comentarios:
Lo que planteas se puede corroborar en las cartas a El Nacional que aparecen luego de publicado el cuento ganador. Allí se han publicado las quejas y comentarios de algunos ficcionautas concursantes por el “mal gusto de los jurados” al premiar ese centón sin pies ni cabeza y “mi cuento, no es por nada, es mucho mejor”…
José Piedra
Profe: uno de los casos más patéticos es, sin duda, el de José Luis Palacios. Tanto en el Sacven como en El Nacional le dieron su palo cochinero. Hay gente que no escarmienta.
Estimado profesor, muchos luego de leer su texto nos preguntamos sobre su opinión en torno a lo ocurrido con el Concurso de Autores Inéditos de este año en la mención narrativa. ¿Usted qué opina al respecto?
Excelente artículo, Luis, maxime viniendo de alguien ya establecido en el mundillo literario venezolano. Me parece que hacen falta, hoy en día, más que pienses como usted, que le apoyen y hagan eco también de situaciones como estas que usted narra. Y, como en el comentario anterior, situaciones como las de Monteávila, que pierde credibilidad. Ojalá el silencio en torno a este tema no fuese tan escandaloso.
Pienso que en los concursos literarios debiera darse a conocer una selección representativa de los textos que han participado. Esto no sería un remedio definitivo, pero ayudaría a disipar algunas dudas. Digo esto porque, en realidad, no sé qué decir sobre el comentario relativo al concurso de autores inéditos, pues no sé nada de estos jóvenes ni de otros que hayan podido participar. Vivo en San Cristóbal y con dificultad me entero de los vericuetos de la narrativa venezolana actual, en caso de que esta exista. Celebro la existencia de esta bitácora o blog, que juzgo de calidad.
a través de un blog se podría, en cada concurso, dar noticia de los resultados y mostrar algunos o todos, los trabajos que han participado. No sé, digo yo
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