Para Taine Tremont, allá en Achaguas, porque como médico consciente y de la vieha guardia ha
sabido recetarme güisqui en lugar de inyecciones.
Tiembla cualquiera cada vez que aparece o se
aproxima esa fatídica situación de tener que acudir a un médico, sea por rutina
sea por alguna dolencia ocasional. Porque al menos en Venezuela ir al médico se
ha convertido en una verdadera tortura china. Si a uno lo pela el chingo del
seguro social o los hospitales públicos, lo agarra el sin nariz de la medicina
privada. Y privado se quedará si, como suele pasar, la situación pasa de una sencilla
consulta a una hospitalización. Ya no
hay médicos privados módicos. Ni cuerpo que los resista.
Y para colmo, por muy severo que sea el estado del
paciente, tampoco existe clínica privada dispuesta a atenderte hasta no lograr
la clave de tu seguro o que las autorices mediante una tarjeta de crédito.
De manera que ir al médico es en la actualidad
peor que ver una película de terror en una oscura casa embrujada. Se pierde un
largo trecho de vida mientras ingenuamente se busca prolongar la ídem. Lo
primero que se requiere es una extensa dosis de paciencia. No en vano ellos lo
llaman a uno “paciente”.
Primero que todo, aunque de verdad todavía hay sus
excepciones y no son pocas, generalmente le dan a usted cita para una
determinada hora y la real y, con suerte, la verdadera consulta comienza tres o
cuatro horas después de la que le han fijado.
-No
soy siquiatra- me respondió un “ilustre” galeno de una reconocida clínica
caraqueña cuando le pregunté por el motivo para haberme hecho esperar más de
siete horas en su consultorio con el solo propósito de que me devolviera el resultado
de un examen.
Hay sacerdotes de bata blanca que por lo general llegan tarde y se hacen auxiliar por una recepcionista experta en excusas sonrientes: “il ductor ejtá opiraaando”, “nou tarda”, “¡quí raaaro!, simpre lliga tempraaano”, “le salió una junta de emergencia”. Y una vez que ha llegado, a veces descubre uno que la “emergencia” en la que andaba el susodicho era precisamente una operación de mala junta. El aliento a escocés lo dice todo. Pero bueno, eso pasa, son seres humanos que también se enferman y tienen los mismos males y vicios que nosotros los otros.
El dilema de la medicina venezolana anda entonces
por los predios de la incomodidad y la multitud de gente enferma en estos
tiempos. Uno que es impaciente paciente, llega temprano y debe llevarse cuanta
lectura sea posible para soportar la esperadera, que generalmente hace
aglomerar unas veinte o treinta personas en un espacio que a veces no pasa de
un metro por uno y medio. Y eso, cuando la mandona recepcionista no te obliga a
ver el único canal de la tele que jamás sintonizas. Encogido, enrollado,
acurrucado, en ocasiones encuclillado, debe uno aguardar a que la enfermera por
fin lo llame, para ser ingresado en el capítulo de la segunda espera.
También esta última ocurre igualmente en un
cubiculito más chico que un ataúd. Casi para presentir que estamos más cerca
del hoyo de lo que suponemos. Allí, a fin de que la persona se “relaje”, la
dejan por espacio de una hora más. Dentro de aquel recinto mínimo, si el
enfermo llega con gripe, es capaz de contagiársela a sí mismo. Le dan al “pacienzudo”
paciente su buen trecho de tiempo para pensar. En ese cuartico, nada puede
usted practicar, piense y luego exista. Resuelva sin problemas sus dudas
melódicas. Por eso dicen que buena parte de la literatura venezolana de este último
medio siglo se ha escrito, o al menos pensado, en los consultorios médicos.
Llega por fin la hora de la consulta, que en no
pocas oportunidades es tan rápida como coito de gallo apurado. Una miradita
microscópica a los ojos, abra la boca y diga “aaa”, una pasadita de manos por
la nuca y… muy bien, 14 cajas de antibióticos, cinco de calmantes y ocho
frascos de gotas que sirven igual para la nariz, los oídos y otros orificios.
Caiga un poquito más allá con la cajera y que pase el siguiente.
Una vez en la farmacia, viene lo que en Venezuela
llamamos el soponcio final, la estocada definitiva, el auténtico generador de
otra enfermedad que nos obligará a volver por los predios del galeno. Cada
pastilla cuesta en estos tiempos más o menos la cuarta parte de lo poco que
obtienes al recibir un mes de tu salario.
De mis “mejores” experiencias con tales batiblancos
diplomados, puedo contar la del joven
recién posgraduado de “internista” que por poco casi me obliga a internarme en
un manicomio.
Relato la charla final de la consulta (que duró
apenas siete minutos, luego de tres horas de espera) para que cada lector
concluya del modo que mejor le parezca:
-Mire, profesor, para que descubramos el motivo de su malestar
gástrico, debe suspender el alimentarse con carnes rojas o blancas, abstenerse
de consumir verduras, vegetales, frutas y harinas, además de evitar las grasas,
los lácteos, las pastas, los granos y
tomar la menor cantidad de líquido posible…
-Pero, doctor, ¿y entonces qué es lo que puedo
comer?
-Bueno, ya eso es asunto suyo, yo le he indicado lo
que no puede…
Por eso mi tía Eloína tiene nostalgia de aquellos
señores tan profesionales que la atendieron alguna vez en su ya lejana primera juventud.
Recuerda con cierto inevitable guayabo el nivel comunicativo de los hipocráticos
profesionales de sus épocas pretéritas, su amabilidad y disposición hasta para
contribuir con los medicamentos mediante las llamadas “muestras gratis” que les
dejaban los laboratorios.
Argumenta que si bien es muy cierto que no son
todos, porque aún quedan algunos “cortados con las tijeras de otros tiempos”,
pues en varios casos ahora sí es verdad que hay que hablar de verdaderos “matasanos”.
Llegas a la consulta medio parapeteado y te vas del consultorio como un automóvil
viejo: si te fallaba el cigüeñal antes de ingresar al taller, sales de allí con
el árbol de leva desecho, las bujías enchumbadas, los amortiguadores inservibles y el motor a
punto de explotar.
7 comentarios:
Si la buena literatura es aquella con la cual uno se identifica plenamente, esto es lo mejor que he leído últimamente.
Por eso es que recurrimos a la sobandera y a la píldora milagrosa del Dr. Ross... ¡Excelente!
Yo me quedo con los curanderos, que a punta de matorrales o a tabacazo limpio cumple su nobilísima función.
La bruja no está demás, así como una que otra visita a cualquier iluminao.
¿Los médicos? Ni de vaina.
Saludos.
Hombre, sólo faltó la excusa de costumbre: "lo que Ud. tiene es stress". ¡Qué casualidad! Stress significa todo aquello a lo quel médico no puede atinar, todo lo que no sabe o todo lo que se le ha olvidado.
Digo yo, aquí en medio de mi brutalidad: si el stress es tan poderosos ¿por qué no existen los stressólogos?
Por eso es que la mayoría de las enfermedades se curan solas
Lo menos malo es que se cure con el tratamiento que le indique el primer galeno que visite así sea costoso, pero a veces no es así y hay que transitar más de uno antes de quedar m.....ando sin amigos y probablemente todavía con el malestar.
Me cago, me cago, me estoy cagando ya se me esta saliendo!
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