El Diccionario de la lengua española (DLE) constituye para el grueso de los hablantes nativos escolarizados una especie
de documento infalible, incuestionable, en el que supuestamente reposan «todas»
las palabras «existentes» de nuestro idioma. A veces lo es también para muchos
lectores profesionales, incluidos docentes, críticos, escritores, periodistas y
―muy importante― académicos. Tampoco excluye esto a los hablantes de otras
lenguas cuando requieren de una fuente confiable sobre cualquier vocablo
referente al español.
Quiérase o no, se esté de acuerdo o en desacuerdo con esta situación,
ello convierte al DILE* ―como
aceptamos abreviarlo de aquí en adelante, de acuerdo con las declaraciones del nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva― en una especie de autoridad única universal a
la hora de dirimir cualquier asunto referente al idioma y a sus interioridades
(en este caso léxicas).
Para el común de los hablantes, una palabra «no tiene vida» en tanto no
esté registrada en el DILE. Tan arraigada está esa condición en la inmensa masa de hablantes
de nuestra lengua que es muy popular en cualquiera de nuestros países la
expresión «si no está en el Diccionario, esa palabra no existe». Y cuando se
dice «Diccionario» se hace referencia casi exclusiva al DILE.
Con defectos o sin ellos, más allá de las insuficiencias que pueda contener,
independientemente de aciertos, de definiciones desajustadas o muy certeras, de
carencias y excesos o de cualquier otro aspecto, suele atribuírsele al DILE casi un carácter mítico, bíblico si se quiere ser más
extensivo. Para una considerable mayoría de
usuarios, es la verdadera casa de las palabras del español.
Imposible también evitar que, luego de una curiosa tradición de varios
siglos, se le atribuya la supuesta «posesión» de ese documento casi de modo
exclusivo a la Real Academia Española. No pocas veces, al aludir al DILE, la propia RAE ha adoptado las siglas DRAE para sí y lo hace
ver en buena parte de su documentación oficial y publicitaria. Probablemente esto tenga su origen en
lo que rezaba en la portada y portadilla del llamado Diccionario de Autoridades, en 1726: «Diccionario de la lengua castellana. Compuesto por la Real Academia Española» (subrayado de mi
tía Eloína).
El DILE ha
devenido entonces en la palabra final sobre la legitimación institucional del
idioma. Y para efectos de una orientación común, ante la necesidad de algún
ente regulador que sirva de árbitro, incluso en casos de disquisición jurídica,
comercial o administrativa, esto puede constituir una gran ventaja para la
Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). Sin embargo, se trata también
de un privilegio y una posición que deben ser manejados con mucha prudencia, con
sindéresis. Olvidarse, por ejemplo, de que la norma sobre cómo debemos
expresarnos la debe imponer un solo país o determinado grupo social. Ni España ni
ninguna nación hispanoamericana. Ni los académicos de ningún país en
particular. Nuestro idioma ―y escribo
«nuestro» con plena conciencia del posesivo― no es una lengua que alguien nos
«prestó», que España nos cedió como un favor, y, en consecuencia, debe
imponernos cómo utilizarlo. Nos pertenece a todos los que lo hablamos y somos
todos quienes debemos buscar consensos para su uso adecuado.
El español fue la lengua de España (o de algunos de sus reinos) hasta
1492. A partir de esa fecha se inició su expansión hasta convertirse en el
idioma de muchos otros espacios, principalmente americanos. En la actualidad, la
mancomunidad de la lengua española constituye una congregación cuyas
necesidades y requerimientos se ramifican a lo largo de una extensión
territorial de más de veinte países y cuatro continentes, sin contar aquellos
espacios geopolíticos en los que ya se le considera una segunda lengua de
importancia capital (los Estados Unidos de Norteamérica y Brasil, por ejemplo).
En suma, más allá de los complejos, independientemente de cierto
resentimiento histórico que pueda sobrevivir en algunos de los países
hispanoamericanos donde el español es lengua oficial única, lengua cooficial o lengua
nacional, la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) y el DILE son las instancias finales de arbitraje lexical para el
mundo hispánico. Y cuando aludimos a la ASALE, obviamente incluimos a la RAE y
a las otras diecinueve academias de Hispanoamérica (que le son correspondientes),
más la filipina y la norteamericana. En
mayor o menor grado, todas son corresponsables y coautoras del DILE, cuya vigésimo tercera edición acaba de aparecer.
Esto debe ser entendido así, independientemente de que todavía
prevalezcan en el DILE algunos aspectos que parecieran privilegiar a lo que hemos dado
en llamar español peninsular. Detalles que si bien se han ido subsanando en las
más recientes ediciones, otros seguramente lo serán en un futuro. El español es
la lengua de un aproximado de quinientos millones de almas, de las cuales más o
menos unos cuatrocientos cincuenta millones la usan como idioma de comunicación
fuera del territorio de la península ibérica.
Preciso es reconocer también que la compilación de los distintos datos
del idioma que actualmente son fuente primordial para conformar el DILE ha incorporado muchas palabras del español americano. Lo
que además no implica que falten bastantes. Siempre faltarán, debido a las
dimensiones de Hispanoamérica y a las dificultades para dar cuenta de nuestro
vocabulario común. Y hay que añadir que
la RAE ha insistido suficientemente en buscar datos americanos que faciliten alcanzar
alguna vez un nivel aceptable de equilibrio. También es bueno aclarar que el
actual DILE es una
obra que registra usos. No intenta imponerlos. Se presume que todas las
palabras que contiene han sido extraídas de documentos que las refrendan
(libros, prensa, Internet, lengua oral, gacetillas, etc.). Y a veces, el hecho
de que registre usos y no imponga normas tiene también sus detractores.
Por ejemplo, el periodista español Alex Grijelmo lamenta que, en
contraposición con su inicial carácter prescriptivo, el DILE haya derivado en un «diccionario de uso».
En su libro La punta de la lengua,
publicado en 2004, se refiere Grijelmo al hecho de que «La Academia y muchos
magníficos filólogos han dado en bendecirlo todo o casi todo, y cualquiera
puede parecer ya un purista sin serlo.» (p. 19). Esto pareciera razonable y suele
ser uno de los argumentos más frecuentes en cualquier hablante común. El
usuario que no es filólogo o lingüista, pero es docente, principalmente de primaria
o secundaria, ha tenido en el DILE su mejor soporte
lexicográfico para generar confianza en sí mismo o en sus estudiantes, por lo
menos en cuanto a una normativa general mínima. Igual que para el hablante
común que recurre a una fuente que considera segura y confiable, la ambigüedad
es mala compañera de la docencia en esos niveles de la educación. El alumno procura
certeza y el maestro debe ofrecérsela con base en una documentación que se la
garantice. El maestro requiere trabajar con reglas claras; las ambigüedades no
son buenas compañeras en algunos casos.
Un estudiante debe tener muy claro que
si bien las palabras vídeo [bídeo], chófer [chófer], periodo [periódo], icono [ikóno] y adecua [adékua] se escriben y se
pronuncian de ese modo en España, nosotros en América decimos video [bidéo], período [período], ícono [íkono] y adecúa [adekúa]. Y así debemos
escribirlas y pronunciarlas. Igual que en Venezuela y
otros países llamamos «corta» o «pequeña» a la letra V; nada de UVE, porque esa denominación es ajena a nosotros.
Además, todos los países donde se habla español han contribuido con su
enriquecimiento. Cuarenta y siete millones de hablantes, la población aproximada de España, es diferente de quinientos millones de almas
regocijándose con un mismo idioma. Y si no, que se les pregunte a los
publicistas o a los demógrafos. El español es hoy la segunda, tercera o cuarta lengua del planeta (según se vea) y el mayor
porcentaje de esos hablantes, casi un noventa por ciento, está en Hispanoamérica.
Si en 1726 el primer documento oficial de registro del léxico del
español, intitulado Diccionario de la
lengua castellana, aclaraba en su
portada «Compuesto por la Real Academia Española», ¿por qué no pensar ―doscientos ochenta y ocho años después― en la posibilidad de uno que se titule Diccionario
de la lengua española, cuyo subtítulo indique «Compuesto mancomunadamente
por las academias de la lengua española». Nada cuesta intentar iniciar una
nueva tradición que haga ver que no se trata del Diccionario de la Real Academia Española o DRAE, sino de un
diccionario integral del idioma. Un DILE que sea reflejo fiel
de la comunidad hispánica que somos todos.
Y voy cerrando. No dejarán de existir los hablantes particulares o grupos
de ellos (e incluso académicos, grupos sociales o países) que aspiren a que lo «general» del idioma
incluya cosechas particulares de sus hablas individuales o colectivas, o que hasta
soliciten (a las academias) que se «apruebe»
alguna palabra porque «la necesitan» o «la utilizan mucho» en sus
comunicaciones cotidianas o profesionales. Podría relatar casos de algunos
grupos profesionales venezolanos que han solicitado, tanto a la Academia
Venezolana como a la RAE, que se «apruebe» determinada palabra porque «la
necesitan» o porque «desean» rendir homenaje a algún personaje famoso creando
un adjetivo a partir de su nombre (ej.: De Asclepio àasclepiano, para ser utilizado
entre profesionales de la salud y rendir culto al dios de la medicina y la
salud). Esa voz entrará en los diccionarios una vez que la investigación
lexicográfica documente que es usada y aceptada por el colectivo.
Quienes solicitan inclusiones es obvio que
tienen una intención grupal encomiable, mas ignoran que la organización actual
de un diccionario académico general opera de otra manera. En este tiempo habrá
que convencerlos de que el contenido de un diccionario como el DILE se limita a ratificar usos comunitarios debidamente
documentados. Un diccionario general no necesariamente contiene lo que yo como
hablante particular o integrante de un grupo social o profesional necesito.
Tiene lo que la comunidad de hablantes utiliza en la oralidad y en la
escritura. Un diccionario general como el DILE no complace deseos
individuales ni regionales; refleja usos
colectivos. Y siempre traerá fallas. Pero ellas disminuirán en la medida en que
todos estemos pendientes de sus contenidos.
Concluyo: la vigésimo tercera edición del Diccionario de la lengua española está en la calle. Según se ha
informado públicamente, en unos tres meses estará disponible su versión en
línea. Trae cerca de noventa y tres mil artículos, doscientas mil acepciones,
diecinueve mil americanismos (voces propias de América, compartidas por lo
menos por tres países) y unos dos mil venezolanismos, que todavía es poco, pero ahí vamos. En la
medida en que han podido, las academias americanas han colaborado con su
contenido. No es solamente el Diccionario de la Real Academia Española. Es
el de todos los hispanohablantes, aunque obviamente es imposible que complazca individualmente
a tan amplio y variado espectro geográfico . Siempre será mejorable porque todo diccionario
está en permanente hacerse. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo. Y para evitar
algunas confusiones generadas por la tradición, de ahora en adelante abreviémoslo
DILE, como debe ser.
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*Nuestra propuesta inicial ha sido ajustarse a las normas de la abreviatura correspondiente a las siglas y convertirlo en DLE (como verdaderamente se titula; Diccionario de la Lengua Española), es decir: DE-ELE-E. No obstante, aceptando la dificultad de reproducir fonéticamente en español el conjunto como [dle], nos unimos al pedimento de varias academias americanas de convertirlo en DILE, propuesta además avalada por el nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva, según puede leerse en este enlace. Este cambio a DILE tiene además las ventajas nemotécnicas que suelen acarrear los acrónimos. Por ello, donde inicialmente escribiéramos DLE en esta crónica, hemos realizado la sutitución por DILE.
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*Nuestra propuesta inicial ha sido ajustarse a las normas de la abreviatura correspondiente a las siglas y convertirlo en DLE (como verdaderamente se titula; Diccionario de la Lengua Española), es decir: DE-ELE-E. No obstante, aceptando la dificultad de reproducir fonéticamente en español el conjunto como [dle], nos unimos al pedimento de varias academias americanas de convertirlo en DILE, propuesta además avalada por el nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva, según puede leerse en este enlace. Este cambio a DILE tiene además las ventajas nemotécnicas que suelen acarrear los acrónimos. Por ello, donde inicialmente escribiéramos DLE en esta crónica, hemos realizado la sutitución por DILE.
@dudamelodica