Años
iniciales del siglo XXI. Es jueves en
Caracas. Son las seis de la tarde. Día y hora usualmente escogidos por los
editores venezolanos para las presentaciones «en sociedad» de libros recién
publicados. En Venezuela suele hablarse
de «bautizo», porque ya es tradición que el ritual implique verter
sacramentalmente algún líquido (a veces licoroso, aunque no siempre) sobre el supuesto
primer ejemplar de un libro.
Si
el autor tiene ínfulas de pertenecer a la clase pudiente, la pócima preferida
para el ritual es el vino espumante. A lo mejor champán o cava, caso de los escritores
con mucho empuje económico. Así como suelen pagar o gestionar con poderosas
palancas la publicación de sus antojos
literatosos, poco les importa a los muy ricos cualquier minucia adicional que garantice la asistencia
e intervención de la crítica.
El
poetariado de las clases media y baja, por lo general, se lleva mejor con algún vino blanco barato.
Con
el tiempo, esta rutina bautismal etílica ha dado paso a algunos sucedáneos: por
ejemplo, agua proveniente de alguna cascada mítica, pétalos de rosas recién
cortadas, arena expresamente traída del mar de Tasmania. Alguna vez ha habido
incluso la cursi escritora de novelas históricas que quiso rociar un ejemplar
de su libro primogénito con orina de su también primogénita niña. La párvula
tenía para ese momento dieciocho años y estuvo allí totalmente desconcertada,
al enterarse del motivo por el cual su madre le había solicitado una porción de
su «líquido excremento miccional», como lo llaman los bienhablados. Inolvidable
será también el exjesuita refistolero que solicitó al editor que un sacerdote
activo de su ahora excongregación arrojara una lluvia de polvo de hostias, salutación sacra de por medio, sobre las
páginas impresas de su primer poemario. Casi una extremaunción, pensaron algunos
malintencionados asistentes, pero así son los antojos.
En
fin, para este tipo de bautismo, hay de
todo en la viña literaria nacional.
Se llama padrino o madrina a la persona
seleccionada por el autor o autora para ejecutar el dictamen bíblico y ofrecer
un discurso ante la concurrencia. Ya con
rostro severo, ya con una risita forzada que más bien parece mueca, el público
asistente se aglomera frente a quien habla. Los más tienen los ojos pegadísimos
en el micrófono como si escucharan con la mirada, como si auscultaran con morbo
los arqueos sorprendentes de un falo descomunal.
El
acto de por sí suele ser aburrido pero, a juicio de muchos, necesario.
—Me
gusta bautizar mis libros para que comiencen a andar solos— eso habría declarado
alguna vez el reconocido escritor Febricio Persa.
Los
participantes invitados a la ceremonia van llegando graneaditos. Unos pocos —el
autor, la familia, el editor y las parejas
secretas del padre o madre de la criatura— comentan alegres la fluidez
del tránsito capitalino, lo que les ha facilitado arribar al evento con
puntualidad de pensionado del Seguro Social. Ellos y los espontáneos son por lo
general los únicos que aparecen temprano, perfumaditos, recién bañados, con los
oídos dispuestos y la segura disposición para aplaudir. La mayoría exige formalmente ser disculpada por no haber podido estar a
tiempo para el rocío de lo que fuere sobre el volumen recién nacido. Al
contrario de los familiares y espontáneos, atribuyen siempre su retardo al perenne tapón automovilístico.
Así
es Caracas. Variopinta. Impredecible. Caótica. Bullanguera.
La
única ciudad del mundo que ofrece diversas alternativas como excusas posibles
para justificar la impuntualidad biológica de cada uno de sus habitantes. Una
muy común ha sido la lluvia feroz y la negativa de los taxistas a hacer su
trabajo, bajo la excusa de los atracones vehiculares.
Otros
sencillamente recuerdan al resto de los asistentes que cada vez son más los asaltos
a mano armada que impiden avanzar con la prisa requerida. Quizás haya marchas
políticas, protestas o improvisadas guarimbas que agravan el caos citadino y erosionan la
rutina urbana. Atentan contra la literatura, murmuran algunos escritores
presuntuosos.
Pero, en el caso particular de los bautizos de
libros, la realidad es que buena parte de los asistentes se ha demorado ex
profeso, a fin de evitar los largos discursos, el ahuecamiento conductual y las
escenas artificiosas que se esconden detrás de cada acto de esta naturaleza.
Porque,
no se ha dicho, pero la presentación de un nuevo libro en Venezuela es mucho
más que arrojar loas y enhorabuenanzas sobre el primer ejemplar.
Como
ya se ha señalado, por lo general se antepone a la celebración un extenso
discurso de alguien cercano al autor o autora. Y a veces, ante la carencia de
afectos o de voluntarios para el parloteo, se encarga de tal misión a algún
crítico que se supone será benigno en su cháchara.
Lo
verdaderamente infaltable es que, las más de las veces, hay que escuchar un
florido ramillete de loas, adulancias y amapuches verbales que —de acuerdo con
el nivel de petulancia o timidez del escritor laureado-— unas veces lo hacen
sonrojar y otras lo obligan a intentar
esconderse como un congorocho avergonzado, conmovido por las mentirillas que se
permite la complicidad del presentante.
Puede
además darse el caso de una serie de afirmaciones que nada o muy poco tienen
que ver con el contenido de la publicación. Hacen esto último aquellos a
quienes se ha encomendado la tarea de la presentación del nuevo retoño paginado
pero, por desidia, por carencia de tiempo o por simple desgana, no han
dispuesto del sosiego suficiente y necesario para leer el mamotreto que han de
apadrinar.
En tales situaciones, el orador discurre como
en el chiste de la mosca y la vaca: se prepara el alumno para su examen de
Zoología del día siguiente; sin embargo su acuciosidad apenas le permite
estudiar durante toda la noche el tema de la mosca y los atributos que
circundan a tan fastidioso animalillo. La sorpresa acogota al estudiante cuando
al llegar al salón de clases se encuentra con que la cejijunta, muy estilizada
y buenota profesora le ordena desarrollar un ensayo sobre la vaca y sus
condiciones de vida. Sorprendido pero dispuesto, el chico no se amilana y
comienza su primera línea: «La vaca es un animal usualmente perturbado por la
mosca. La mosca tiene las siguientes características…» Y por esa trocha
discursiva se dedica a contar las vicisitudes biológicas del fastidioso díptero
que lo mantuvo despabilado durante la noche anterior.
Emulando
a ministros y otros funcionarios públicos, así suelen hacer algunos
presentadores de libros: antes que hablar del contenido del volumen, se
dedican, por ejemplo, a contar de su
amistad de muchos años con quien lo ha escrito. El cuento resulta entonces más
extenso que el libro. Y aprueban el examen de la concurrencia que, desesperada,
a punto de asma, deja el alma y los aplaude furiosamente nomás escuchar las dos
palabras mágicas finales: muchas gracias.
Entonces,
quien hace de maestro de la ceremonia anuncia el esperado brindis con vino que
nadie supo explicar nunca por qué es llamado comúnmente vino de honor. Más bien, en algunas ocasiones, la bebida obsequiada
deshonra el bolsillo del pobretón escritor, debido a que no es extraño que el editor
lo cargue directa o indirectamente a la faltriquera de los «derechos» de quien
lo ha escrito.
Pero
abundan las sonrisas por doquier. La
efusividad de la celebración se contagia.
Hay también intrusos, a los que hemos llamado
asistentes espontáneos; aquellos que acuden a todos los eventos de similar
naturaleza sin que nadie los haya invitado. Curiosos señores y señoras de un
solo traje, una sola corbata (en el caso de los caballeros) y una misma sonrisa,
quienes siempre están allí y que incluso son más que bienvenidos cuando acuden
muy pocos de quienes realmente han sido convocados. En el argot de los
periodistas se les agrupa bajo las siglas SIPEM: Sindicato de Invitados Por
Ellos Mismos. A veces se les censura subrepticiamente, entre chismes, como
intrusos más interesados en el condumio y el bebumio que en el honor.
Mas no deja de ser cierto que regularmente
hacen su papel de atentos escuchas ante lo que esté diciendo el orador del día.
No siempre entienden por qué los otros asistentes ríen o comentan algo, pero
ellos se suman a las carcajadas y a los runrunes como si en eso les fuera la
permanencia en el lugar. En ocasiones,
hasta se acercan a los escritores y escritoras a quienes tantas veces
han visto en actos similares y que, por lo general, también son siempre los
mismos. Los saludan y les hacen reverencias. Al margen de que jamás hayan
abierto algún libro, después de la veneración forzada y la palmadita o apretón
de mano, no dudan al expresar:
—Qué
bueno su libro, poeta. Se la comió usted
con esos cuentos.
Obviamente,
el poeta nunca pregunta a qué libro se
refieren. El albedrío de su egoteca lo lleva regularmente a fingir complacencia
absoluta. No puede darse el lujo de mostrarse desestabilizado o dubitativo ante
un lector desconocido y amable. Debe hacer demagogia literaria y agradecer el
cumplido, a veces hasta con un «¡brindemos por ustedes los buenos lectores,
carajo!». Pero no ha salido el plumista de su momentáneo regocijo egocéntrico,
cuando escucha un grito que desde alguna otra parte de la librería lo apela:
—¡Poeta, poeta, qué gusto, poeta! Te
felicito por esa de hoy. Qué aciertos los de tu presentador. ¡Cuánto tiempo sin
verte, caray!
—Gracias
poeta, es que he estado encerrado, casi no salgo…
—¿Y
eso, mi poetazo? ¿Como que estás envejeciendo? ¡Cuidado! Usted tiene mucho que
dar todavía, poeta.
—No
hombre, vale, ajustando mi libro número ciento cincuenta. Me trae de cabeza. Tú
sabes que aspiro a llegar a los doscientos... Jeje, es broma, pero de verdad ¡pariendo,
poeta!
—¿Otro
libro? ¿Cuál, mi poeta? ¿El de la conspiración?
—Oye,
vale, hace dos años te dije que no era sobre ninguna conspiración. Lo que he
venido haciendo es una compilación de mis escritos de la prensa,
com-pi-la-ción.
—Es
verdad, poeta, disculpa mi desmemoria, cons-pi-ra-ción.
Y
ha decidido marcharse ya el celebrado «poeta», a sabiendas de que su colega es
sordo y por lo general adivina las palabras que lee en los labios del
interlocutor. Y así el connotado vate, aunque no sea de verdad poeta sino
narrador, a quien los verdaderos versificadores suelen calificar de bate quebrado, sigue recibiendo las
felicitaciones de rigor.
Mientras, casi en el limbo, presumiendo que de
verdad ha reconocido los rostros de cuantos
le hablaron, el poeta que no es poeta, el eterno candidato a ganarse un concurso,
sale del sitio con su singular y
reiterativo sueño, una única mirada dirigida a un solo punto, un propósito
configurado desde hace varios años, un camino cuyo recorrido no ignora como borrascoso,
serpenteante, adoquinado, pero siempre posible. Un punto de llegada donde
predomina la bruma. Uno grande, abultado, sustancioso. Un premio de verdad. A
eso es aspirante eterno.
Camina, reflexivo, y está seguro de que
respondió afablemente ante cada saludo, que tuvo la respuesta adecuada para
cualquier pregunta, que en tanto aquí manoseó con fuerza un hombro de hombre,
más allá hundió sus amorosos dedos en una
rígida cintura femenina.
Cuando
tuvo oportunidad, vio con atención desmedida los cuerpos sudorosos de los
asistentes: una sola masa que ha sido multitud indiferenciada, mas, en
apariencia, no indiferente ante su recorrido de escritor y su nuevo libro.
Todos estaban allí y ahora vive de nuevo la
incertidumbre que le rasga la egoteca después de cada bautizo de una novela
suya. No sabe realmente de qué se trata.
Lo siente pero no lo define. Nunca
tendrá la certeza de reconocer esa cosquilla extraña que lo invade cada vez que
ve el primer ejemplar. Suspira cuando vierten el líquido y las hojas se humedecen.
Sin
embargo, inevitablemente, el jueves de bautismo se diluye. No hay remedio. Cada
ciclo tiene su cierre. Eso sí, sobrevive en el autor la esperanza de que el evento se
repita en cuanto concluya su nuevo proyecto y consiga al próximo editor.
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Nota de Eloína: reproducción del “Frontispicio” de la novela en crónicas Jueves de Cruz y Ficción, en proceso de escritura por mi sobrino.