Aunque cada vez que aparece alguna novedad mostramos total reticencia hacia las nuevas tecnologías, ellas parecen ejercer
una maléfica venganza posterior volviéndose imprescindibles, inevitables,
ineludibles.
Por ejemplo, aunque no siempre fue parte de la
cultura humana, es difícil imaginar el mundo sin electricidad. Hoy día tenemos
la seguridad de que los bombillos y los electrodomésticos siempre estuvieron
ahí, esperando por nosotros.
Por perversiones y obsesiones relacionadas con la
modernidad, muchos habitantes de este siglo XXI somos reacios a imaginar la vida
sin aditamentos tecnológicos como la televisión, el teléfono, el fax o la
nevera. Ni hablar de la tecnología comunicacional contemporánea y sus vínculos
ya inevitables con el computador, los ipods, las tabletas, los teléfonos
celulares y los llamados pendrives. Aun cuando la edad de la red de redes es
todavía la de un adolescente temprano, hay quien cree que el mundo sin Internet
y sin el correo electrónico sería de un vacío existencial absoluto. De
suicidio.
Retomo estas reflexiones cada vez que debo entrar
en ese mundo misterioso y subterráneo que es el Metro. Una vez adentro, pongo a
rodar mis fabulaciones e imagino lo que sería nuestra cotidianidad urbana sin
ese medio de transporte.
Por ejemplo, pocos saben lo que ese chorizo tubular
significa en la vida de un peatón gozón. Y no tanto por aquello de llegar más
temprano o más rápido o por la ventaja que ofrece de poder almorzar en casa.
Más que eso, para muchos habitantes de las ciudades
modernas, el metro es un mundo de vagancias y extravagancias en los vagones.
Una aventura diaria vinculada al amor y sus regodeos.
Durante eso que los venezolanos llamamos las horas pico, tiempo de abrumante y abundosa afluencia de pasajeros, los larguruchos vagones son para ciertas personas el más barato y menos riesgoso mercado de amor citadino.
Durante eso que los venezolanos llamamos las horas pico, tiempo de abrumante y abundosa afluencia de pasajeros, los larguruchos vagones son para ciertas personas el más barato y menos riesgoso mercado de amor citadino.
Muy tempranito, a eso de las seis y treinta de la
mañana, puede usted ingresar en la lujuria de los túneles eróticos. Bañado,
perfumado y planchadito para la ocasión.
Como si fuera un hábito ancestral, de siempre, se
sumerge en una cascada de gente. Camina ligerito por unos pasillos en los que
los cuerpos se desplazan, se medio tocan, se trastocan, se (mas)turban y se masacran
a caricias anónimas. Sólo se escucha el ruido marcial de los tacones de quienes
más adentro serán su “pareja colectiva”.
Taca taca taca.
Llega vuesa merced al andén y se dispone a entrar
al vagón. Allí se inician los segundos coqueteos para el acto amoroso mañanero.
Apenas se coloca entre la multitud que lucha por aproximarse a la raya
amarilla, siente los segundos amapuches por todo su cuerpo.
Como para entrar en calor.
Pero el calor de verdad comienza al ingresar a
empujones lentos al tren y tener que permanecer de pie. La situación lo obliga antes
que todo a levantar los brazos y agarrarse de lo primero que consiga, para no
caerse. Una excusa muy bien pensada por los tecnólogos para incitarlo a quedar
liberado o liberada de la cintura hacia abajo.
De pronto, sin anestesia, siente una mano furtiva
que le roza el tren trasero (o el delantero). Busca con la vista en la multitud
aglomerada dentro del vagón al autor o autora del escarceo y, como no adivina,
casi se ve en la obligación de sonreír con pasión.
Después vendrán otros toques técnicos cuya
intensidad será mayor durante las frenadas leves, antes de llegar a cada
estación. Si su viaje es corto, digamos entre dos o tres estaciones, su rato de
placer durará lo mismo que dura un gallo apurado cuando cumple con la gallina.
Pero si va de un extremo a otro de la ciudad, requerirá de muchos aditivos
afrodisíacos para aguantar el recorrido hasta el final.
Durante el viaje siente usted las durezas y
flaquezas de los espacios aledaños. Oye como quejidos silenciosos las
respiraciones cortadas de sus vecinos y vecinas y los jadeos dispersos de la
contienda, que por cierto parece anónima porque nadie se da por enterado,
aunque todos la viven. Cada cual prefiere mantener la mirada perdida.
Percibe además los sudores olorosos o los hedores
sudorosos y nada puede hacer para evitarlo. Ni lo intenta. Como si fueran parte
de su rutina, los ignora.
Usted ha aceptado las reglas desde el mismo momento
en que entró en el juego de ese acto sexual comunitario y silencioso. ¿Qué
remedio? Si se le ocurre protestar, igual la murmullante rechifla de respuestas
ante su queja será colectiva (“¡toma un taxi”!, “¡cómprate un carro!”, “¡vete
en avioneta!”, etc.). Lo cierto es que usted sabe de sobra que, aun cuando entró
fresquito y aromático, saldrá bien arrugado y menos perfumado, a veces oliendo
a mono, o a santo, de acuerdo con los vecinos o vecinas que le hayan servido de
pareja anónima.
Llega entonces a su destino y sale casi flotando de
la inofensiva máquina del sexo que es el Metro. Recuerda que venía para su
trabajo y siente la sensación de haber tenido relaciones extramaritales con
cientos de personas sin rostro a quienes no volverá a ver hasta el día
siguiente, y sin los riesgos implícitos en el contacto directo.
Una forma barata y muy práctica de evitar las
contrariedades propias del amor libertino en estos tiempos. Una manera eficaz
de “acopularse” sin los dolores de cabeza de los preservativos o los extraños
aparatos. Un modo práctico y ligero de hacer el amor sin ir a la guerra y sin
necesidad de ver la fisonomía ni los gestos de su pareja, porque casi siempre
todo se lleva a cabo a sus espaldas.
O sea, en la urbana y cotidiana actividad de estos
días el Metro es un carro de amor, un termo-metro gratuito, sin riesgos,
candente y anónimo que parece haber estado siempre allí, esperando.
De manera que si usted es “peatón de a pie” y usa
este medio de transporte, imagine lo triste y acongojada que sería su rutina de
ir al trabajo si el mismo faltare en su vida. Aunque dentro de él lo estrujen y
lo repujen. Así es la venganza de la tecnología.