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Viajar por avión en estos tiempos se ha convertido
en un verdadero martirio porque, al parecer, principalmente algunas tipologías
de pasajeros nos hemos vuelto sospechosos de cualquier cosa, sin saberlo.
Día a día salen nuevas normas impuestas desde los
centros corporativos donde se gerencian las supuestas medidas de seguridad de
la aviación comercial.
Así, para algunas personas, cada vez se vuelve más
incómodo atravesar las entradas de los aeropuertos. Sobre todo, si tienen
aspecto de indígena, piel de color o facha de árabe en fuga. En promedio, las
medidas van desde quitarte los zapatos, el reloj, el cinturón, los abrigos, y
cuanta prenda de vestir pueda generar resquemor en alguno de los (generalmente)
poco amables funcionarios de seguridad. Y como si eso no fuera suficiente,
después de la desvestida inicial y del pornoescaneo total de tu cuerpo
cobarde y del equipaje, te confronta un señor o señora que con rostro bastante
duro y actitud de mandón te conmina a ponerte “manos arriba” (como en las
series de televisión) y rastrea todo tu cuerpo con un aparatito de forma fálica
que más bien parece haber sido elaborado para probar el umbral de tus
cosquillas.
Viene luego el susto mayor. Algún policía ubicado
justamente a la entrada de esa especie de chorizo acordeonado que conduce hacia
la nave te pasa de nuevo las manos por todo el cuerpo y, dependiendo de su
“intuición”, te obliga o no a acudir a una solitaria habitación en la que te
conmina a desvestirte de nuevo totalmente.
No obstante, cuando crees que han concluido todas
las sobadas y humillaciones posibles, aparece de nuevo el fantasma de la
requisa en el momento de llegar a tu aeropuerto de destino. Pareciera que a
todos los funcionarios de inmigración se les ha educado para que sospechen que
acudes a otro país con la finalidad de convertirte en inmigrante ilegal o que
eres un terrorista camuflado de ciudadano convencional. De modo que nunca falta
el largo cuestionario que debes responder, en el que incluso hemos vivido la
fantasía de que se nos inquiera si alguno de nuestros abuelos habla o hablaba
inglés o, en el caso de llegar a algún aeródromo antillano, si sabes dónde
quedan en Caracas las esquinas de Madrices y Sociedad.
A veces me ha provocado gritarles a tan
particulares gendarmes que vivo en un país de donde, al menos hasta ahora, no
deseo marcharme y que jamás me ha tentado la marruñequería de ser tildado de
extranjero en otro lugar o de creer ingenuamente en la presunta felicidad total
que se logra siempre en ciertas “naciones desarrolladas”.
Algún misterioso decreto ha dejado muy claro que
cualquier objeto que portes durante el vuelo puede convertirse en una peligrosa
arma para someter a la tripulación. De allí la nueva modalidad según la cual no
puedes llevar contigo pasta dental, desodorantes en crema o gel, jabón,
afeitadoras de cualquier naturaleza ni ningún tipo de líquidos. Uno se imagina
a algún humilde pasajero amenazando con saña al piloto mientras le coloca en
frente una pasta de jabón al tiempo que le indica: ¡Si no desvías el avión, te
obligaré a bañarte durante una semana completa!. O agarrando a la azafata y
apuntándole con el envase de desodorante: ¡O te lo pones en tus axilas o te
bajas del avión!
En relación con esto, me correspondió padecer
alguna vez una extraña situación relacionada con este afán de la
hiperseguridad. Ocurrió en el aeropuerto de Lima. Primero, porque, según los funcionarios de
Alan García (el presidente de ese momento), durante el paso por las casetas
donde con máquinas y manos te revisan hasta el codo, los viajeros no pueden
portar botellines de agua para calmar su sed, aunque curiosamente sí pueden
comprarlas a un muy alto costo cuando están dentro de la zona de embarque.
Pero esa vez apareció una guinda que coronaba el
pastel, la excusa perfecta para una duda melódica de tiempos vacacionales. La
re-cuento:
Tanto mi esposa como yo llevábamos sendos frascos
de perfume en nuestros respectivos equipajes de mano. Pues, les cuento que un
policía macho masculino, cruce de quechua originario con entonación argentina
porteña, decomisó el mío, pero no el de ella y me indicó que para poder pasarlo
debía transportarlo en una “bolsa de ziploc”. Para quienes no lo saben, Ziploc es una de las marcas de esas
bolsitas que tienen una especie de cierre hermético que puedes abrir de manera
muy fácil. Por eso nunca comprendí la razón por la cual el portar un perfume
deja de ser sospechoso si lo llevas metido en un empaque de esa naturaleza. Ni
tampoco por qué la bolsa debe ser de esa marca. Asuntos del capitalismo y los
tratados comerciales, supongo. Pero viviré toda la vida con esos enigmas porque
nadie supo ofrecerme razones valederas.
Y por supuesto que tampoco sabré jamás por qué la
regla aplica al perfume masculino y no al femenino. A menos que dependa del
sexo del guardia que revise tu equipaje.
No he dicho que (con mucho orgullo) tengo estatura
y rasgos indígenas que heredé de mi madre, mi abuela, mi bisabuela y mi
tatarabuela timoto-cuica. Y, al parecer, ello me convierte en sospechoso
recurrente para cualquier tombo del mundo universo. Pero igualmente, también
heredé de dicha etnia el arte de insistir mentalmente en reiterados deseos para
alguien que (de cualquier manera) nos ha ofendido o maltratado.
Por eso
mismo, desde aquel ya lejano día de mi regreso a Caracas, he estado imaginando
recurrentemente la escena de un policía
peruano que se pone lo que fue mi perfume (decomisado por él) antes de salir a
ver a su novia. De acuerdo con mi visualización, aquella fragancia le ocasiona
una picazón alérgica que no le dejará vivir en paz durante varios días. Sin
saber por qué, se le formarían unos inmensos rosetones y llagas que le harán
recordar mi porte de timoto-cuica sonriente. Que así haya sido, señor gendarme
del altiplano.